Una parte de la escuela "progresista" de estudios diplomáticos estadounidenses sostiene que la Guerra Fría comenzó por lo menos en 1917. Y tiene cierta lógica. Ya no hay "amenaza soviética" y los occidentales siguen como si nada, ahora con la "amenaza rusa".
Lo que no toleró Estados Unidos en 1917 fue la Revolución de Octubre. La ideología es lo de menos, ya que el americano promedio siempre ha creído que la revolución es cosa de ilusos y una especie de enfermedad infantil que va pasando con los años, conforme una persona se vuelve realista, tiene familia, hijos, intereses y un poco de pereza. El problema es que, para 1917, el expansionismo estadounidense despegaba y prometía: Estados Unidos era ya una gran potencia y, como tal (y como ahora), consideraba que el mundo entero era su esfera de influencia, algo por repartirse, exactamente lo mismo que sugiere subliminalmente la "globalización". Así que, según uno de los fundadores de esta escuela estadounidense, William Appleman Williams, a Washington se le hizo insoportable que Lenin -un supuesto espía alemán, la creencia favorita del estadounidense, y encima iluso- sacara del espacio por repartir 22 millones de kilómetros cuadrados. Ahí empezó la rusofobia, aunque había antecedentes desde el conflicto por Manchuria, antes de 1917. Simplemente, a Lenin se le había ocurrido parar el "gran juego" -con una paz sobre la que el actual presidente ruso, Vladimir Putin, no entiende absolutamente nada-. ¿Qué fué lo que dictó Zbigniew Brzezinski, el gran halcón estadounidense de James Carter, apenas cayó la Unión Soviética en 1991? Dictó que el "gran juego" debía reiniciarse, seguramente porque el mundo es para los negocios, no para las ilusiones.
Según Appleman Williams, las consideraciones de la "Guerra Fría" fueron siempre económicas. Suena lógico: desaparecida la Unión Soviética, se volvió al asunto del reparto y lo que estorba de Putin es que le ponga cierto límite, en vez de permitir un reparto "total" que de paso saque de aprietos al imperio estadounidense. Lo que crea o deje de creer Putin es algo que a Occidente no le importa, y algo sobre lo que, por lo demás, los occidentales ni saben, ni quieren saber. El asunto es que mucho ayuda quien no estorba en los negocios. Puestas las cosas así, los debates de ideas tienen el valor aproximado de un pepino, un rábano o un cacahuate. Eso sí, donde callan las ideas, suenan los disparos.
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