Alguien como el halcón Zbigniew Brzezinski lo sabe y lo dice sin tapujos en entrevistas televisivas: no todo es monolítico entre los gobernantes rusos. Brzezinski quisiera ver -lo dijo tal cual- en el liderazgo a gente como Dmitri Medvedev. Y Rusia, como el planeta entero, debería ser según el gran asesor de política exterior del mandatario estadounidense Barack Obama lo mismo que Estados Unidos: según Brzezinski, un lugar con una clase media próspera, ante todo.
Para Brzezinski, Rusia nunca ha sido un país, menos cuando tuvo durante mucho tiempo zares de orígenes cercanos o remotos germanos, bálticos, polacos o escandinavos. ¿Y quién gobernaba a la Unión Soviética? Durante mucho tiempo, georgianos. Esto le hace pensar a Brzezinski que la Federación Rusa no tiene una élite cohesionada y sólida y que, por lo mismo, a Putin no le queda otra que lo que el halcón llama "chovinismo".
Lo cierto es que Rusia NO ha ganado ninguna batalla cultural, ideológica ni de valores en el mundo actual, entre otras cosas porque la élite gobernante rusa se debate entre distintas tendencias sin que se perfile una ganadora y más o menos hegemónica en la sociedad. El "chovinismo de gran potencia" no está en Putin, pero sí hay un sector que quisiera como compensación de una gigantesca derrota ideológica -hay que llamar a las cosas por su nombre- lo que Alexander Duguin llama, en un libro que circula en Rusia, una "revancha", con una ideología eurasista y no sin mesianismo. Los hechos recientes en Ucrania demuestran que el mandatario ruso Putin no tiene ninguna predilección por aventuras imperiales -no ha lanzado ninguna en apoyo a la "Nueva Rusia" inventada por algunos en el Donbás. No hay indicios claros de una política exterior de "gran potencia chovinista".
El problema mayor está entre los llamados "liberales", cuyo impacto en los medios de dinero y sobre todo en los medios de comunicación es muy fuerte: sus "valores" permean a una parte considerable de la sociedad rusa occidentalizada. Los "liberales" tienen por blanco preferido a los "tradicionalistas" que reivindican los "valores rusos", y estos conservadores, a su vez, detestan el cosmopolitismo sin arraigo en nada -salvo en el dinero- de los "liberales". Putin tampoco se ha inclinado por ellos y no hace la política de los oligarcas.
Por lo pronto, Putin y un grupo no muy nutrido de gente que lo rodea no tiene timón ideológico claro: puede pasar de la ideología del ruso blanco a Solzhenitsin y al sovietismo sin encontrar la síntesis adecuada. Sin embargo, lo que sí tiene Vladimir Putin, frente a un cerco que amenaza a la Federación Rusa, es una política de Estado y un comportamiento de estadista, por encima de diferencias en la élite. Las sanciones occidentales, dirigidas a un grupo muy escogido de gente cercana a esta política de estadista, buscan lo que han conseguido desde Panamá hasta Afganistán: que decapitando el poderío de un hombre de Estado -aislándolo al presentarlo como conflictivo a los ojos incluso de los mismos rusos- quede decapitado el Estado mismo.
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