El reflejo contra el europeo -sobre todo, si es francés "críptico" (muy "teórico" o "ideológico") o si es "francesita diabólica"- es, en el latinoamericano, una forma de odiar la autonomía individual, y puede que hasta la colectiva. No es el europeo o el francés lo que descalificamos: es la osadía de la voz propia y de la discrepancia, el hecho de "atreverse" a tener personalidad independiente, el no ser un muégano más. Por lo mismo, siempre estamos bien atrincherados en un "nosotros" desde el que tiramos piedras y escondemos la mano, la propia o la de quien nos presta la piedra y al que le hacemos el favor. "Lo nuestro" es echar montón, y la "intelectualidad nostra" no habla, sino que "es hablada". Es el espíritu por el cual habla la raza.
Por lo general, hablamos mal del europeo y su "racionalismo" -frío, cartesiano, tan incapaz de comprendernos en nuestro tropicalismo- de un modo que no usamos contra el estadounidense (siempre lo hemos dicho: es "nuestro" imperio y "Jimmy" Carter, "nuestro" amigo). Vaya reflejo: es el del criollo supuestamente precursor de "nuestra" nacionalidad que se formó en el siglo XVII, que tiene un espíritu muy propio de los Austrias y, claro está, que se encuentra siempre listo para la agresión contra el Borbón, o para sacar el fuero contra un Bonaparte. Es apenas la contraparte del porfiriano que cree que Francia es asunto de perfumes, de salones cortesanos, de sabrá Dios qué Mme de Pompadour y de Belle Epoque, no más. O amamos u odiamos al fantasma que hemos hecho a conveniencia. Es autoengaño, la ignorancia con aires de Felipe II.
El fascista, cuando oía la palabra cultura, sacaba el revólver. A nosotros, tan dados al revólver, por lo demás, nos place sacar la cultura -la "nuestra"- a la menor discrepancia o al menor asomo de distancia, al menor atisbo de que pudiéramos haber cometido un pequeño error, o de que alguien pudiera contradecirnos. Se acabó la discusión: en materia de una cultura que entendemos -mal- como asunto racial (aunque algunos piensan que la cosa es de cocina), no hay nada que argumentar. Es tu gusto contra el mío, frío frío, como agua del río, o caliente, como agua de la fuente -sí, Juan Luis Guerra metido a teórico de sabrá Dios qué contracultura. Decirle al otro que es "europeo" es descalificarlo de entrada: no importa "qué" tu sabes; importa, chico, "quién" tu sabes...
Descalificar, vaya, es tenernos en aprecio porque al otro lo despreciamos. Me evalúo y me avalúo porque te devalúo (babalúo ayé...). Yo estoy bien, (porque) tu estás mal. A partir de aquí -sumando a los Austrias este reflejo de clasemediero estadounidense que se siente superior a cualquiera por el simple hecho de fijar el tipo de cambio-, cuando hablamos de iniciativas, de tenerlas para ganar partidas y de calcular para lanzarnos, ya lo hemos dicho todo, con nuestra cultura de notario de puerto bananero metido a rastacuer: yo juego con ventaja o no juego. Le llamamos "margen de maniobra" a este sistemático querer aparecerse a las barajas marcando las cartas, y "cultura" a este modo de ser ventajero, de llegar en bola, de ser mitotero y de no respetar al de la voz. Nos pintamos solos y como montoneros, mientras creemos pintar al otro porque está solo. En la pared.
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