Algo extraño le sucedió a la República Federal Alemana (RFA) después de la segunda Guerra Mundial: siendo parte de la Alemania derrotada, se encontró en realidad del lado de los vencedores e incluso de los "aliados" (contra el "asiático soviético"), por lo que no tuvo que hacer demasiado para desnazificarse a fondo. Era preferible dejar este asunto del Tercer Reich en el "enigma" de lo que puede suceder con "la naturaleza humana" (la Escuela de Frankfurt le inventó encima una culpa a una Ilustración ausente en el nazi-fascismo), y hacerse ante los judíos el afectado o el muy consternado, en un ritual extraño, de betroffenheit.
El escritor alemán Heinrich Boll, católico, autor de El pan de los años mozos, entre otros libros, lo había visto desde la casi inmediata posguerra, cuando la prioridad en la RFA no fue pagar por el nazismo, sino reconstruirla a todo vapor para convertirla en vitrina de prosperidad. Se acabó muy rápido la "quiebra", el "hundimiento", un estado de colapso (Zusammenbruch) que tal vez hubiera invitado a detenerse a reflexionar: según Boll, para 1960 la RFA era ya asunto de "consumidores. Somos una nación de consumidores, decía este escritor (...), lo único importante es que todo -desde las camisetas hasta el conformismo- está a la venta". Apareció un nazismo "para el consumo". Y apareció también la incapacidad para el duelo, para apenarse por lo ocurrido antes, en la carrera hacia la prosperidad, que lo fue también a la amnesia. Había nacido el 20 de junio de 1948 el líder de Europa, el marco alemán, bajo un lema de Ludwig Erhard, convertido por los anglosajones en Director Económico de la zona de ocupación británico-estadounidense. ¿El lema de Erhard? "Prosperidad para todos" (Wohlstand fur Alle).
Ian Buruma ha mostrado en un libro muy detallado (The wages of guilt, recomendado por Morris Berman en su blog, y no por mera curiosidad por el pasado) el muy ambiguo manejo de la memoria en Alemania y Japón después de la última guerra mundial. El día en que Philipp Jenninger, un político alemán demócrata-cristiano, se asomó con un discurso "pesado" sobre el nazismo (era 1988), la reacción siguió siendo extraña y Jenninger a la larga tuvo que irse a pasar un tiempo en Viena. En fragmentos que recoge Buruma, Jenninger había dicho simplemente que muchos alemanes sí sabían qué sucedía durante el nazismo, y que sabían de la existencia de lugares de deportación y asesinatos en masa (Himmler los reconocía públicamente al mandar a ejecutar sin remordimientos ante las "pilas de cadáveres"). Jenninger afirmó que muchos alemanes fueron seducidos por el nazismo y que todos conocían las leyes raciales de Nuremberg. Era público que al judío debía tratársele como vermin, una plaga, y después de todo, el Tercer Reich daba trabajo y creaba prosperidad, la suficiente para hacerse de la vista gorda y pensar ante el sufrimiento ajeno: "no es nuestro problema". Según Jenninger, muchos alemanes escogieron tranquilamente la indiferencia- cuando no se habían vuelto criminales.
Jenninger pidió esa vez dejar de negar estos hechos y establecer una verdad histórica. Los delegados del partido Verde -considerado de izquierda- en el Bundestag se salieron de la sala. Luego lo hizo el 40 % del partido Social-Demócrata, y al día siguiente la prensa alemana se fue contra Jenninger. Más de 50 miembros del Parlamento, saliendo del recinto, lograron aquel día no darse por enterados de que el nazismo fue un fenómeno de masa y no el asunto de un loco suelto, him. Si el colectivo había servido alguna vez para sacar beneficio y luego para esquivar la responsabilidad, a la larga, en medio de la prosperidad, debía servir también para alegar inocencia y seguir rehuyendo el criterio propio y las consecuencias de los actos. Como resultado, las masas alemanas que se beneficiaron del Tercer Reich en el que participaron no tuvieron nada que ver -solo obedecían o no sabían nada- cuando se cambió el pasado por una entrada igualmente colectiva a lo que Boll llamó la "hipocresía burguesa"
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