Hiroshima y Nagasaki fueron el terrible símbolo del inicio de la era atómica, y estas ciudades japonesas quedaron castigadas cuando Japón ya se había rendido. Al mismo tiempo, cundió la creencia de que se habían tomado represalias contra un pueblo inocente. En realidad, no lo era tanto: en esas ciudades, como en otras del archipiélago, había lugares de concentración de chinos y coreanos esclavizados, y desde Hiroshima solían partir destacamentos militares a combatir en el continente, donde el ejército de Tokio cometió numerosas atrocidades (como las de Nanking), por cierto que nunca enumeradas en las listas de crímenes "totalitarios". Hiroshima y Nagasaki cambiaron la historia: de repente, los japoneses eran víctimas inocentes. Algo pasaba, ya que McArthur llegó a preguntarse si los japoneses no eran en el fondo un pueblo completamente infantilizado. Todo esta polémica está recogida en el libro de Ian Buruma, The wages of guilt.
El 7 de diciembre de 1988, en pleno aniversario de Pearl Harbor, al alcalde de Nagasaki, Motoshima Itoshi, se le preguntó si consideraba a Hirohito responsable de la guerra . El alcalde contestó: "creo que el emperador carga con responsabilidad por la guerra". Llovieron las amenazas y los pedidos de "castigo divino" para este alcalde. El emperador falleció el 7 de enero de 1989. El alcalde fue baleado el 18 de enero de ese mismo año, por un grupo de extrema derecha, y aquél sobrevivió de milagro. Se había atrevido a plantear el problema de la culpabilidad japonesa.
Los japoneses prefirieron en masa el estilo de la telenovela Oshin, una madre abnegada y pacifista que no sabe en realidad muy bien en qué andan su esposo y los hijos. Después de todo, y ya que nadie pareció ver a los esclavos chinos y coreanos, para el japonés de la "casita rural"(el ambiente de furusato), el equivalente del Heimat alemán, la guerra fue un asunto que no tenía lugar en Japón, sino "afuera y lejos", lo que no importaba mientras no fuera perturbada la paz de esa madre abnegada. Tal pareciera que lo único que golpeó seriamente la conciencia japonesa -los militares nipones nunca mostraron tenerla por hechos como los de Nanking- fue la ocupación estadounidense de Okinawa.
La figura del emperador no podia ser tocada porque muchos alegaron que es parte de las tradiciones locales, y por ende de la cultura japonesa. Así, como lo muestra Buruma, es como se termina en la creencia de que discrepar o ser crítico ante la propia nación es tanto como traicionar una cultura: el disenso es algo "no japonés". El victimismo, la sacralidad de la figura imperial y sobre todo la cultura sirvieron para que Japón no asumiera responsabilidades por lo acontecido en la última guerra mundial y para que el japonés promedio, eso sí más proestadounidense que muchos estadounidenses, evadiera cualquier criterio propio, todo mientras la guerra era algo que ocurría "en otra parte" -aunque el nipón se había beneficiado de la belicosidad de Tokio desde finales del siglo XIX. No es por nada que esta lectura de Buruma está recomendada entre las reflexiones de Morris Berman en su blog Dark Ages America. Sí, America.
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