El presidente francés Emmanuel Macron fue electo en buena medida por todas las buenas conciencias que querían parar al "populismo" o incluso a la "horda fascista" que supuestamente encarnaba Marine Le Pen. Hoy no queda ninguno de estos "insumisos" para criticar lo que está haciendo Macron con Francia.
En primer lugar, como lo han recordado recientemente en el portal de Agoravox tanto Georges Gastaud como Annie Lacroix-Riz, Macron se olvidó que la lengua nacional en Francia es el francés (así lo dicta la Constitución, artículo II). Un sitio oficial del actual gobierno francés reza Make the planet great again!, Macron promueve el France is back! y, de Versailles a Davós, habla en inglés para los PDG (presidente director general) de las empresas multinacionales.
Macron viola la ley laica de 1905 (artículo II) que dispone que "la República no reconoce ni subsidia ningún culto". Como, según el mandatario francés, el vínculo entre el Estado y la Iglesia "fue dañado", pretende "restaurarlo" dialogando sistemáticamente con la jerarquía católica, y por cierto que dejando de lado a judíos, musulmanes, protestantes, budistas zen o lo que resulte. El 9 de abril de 2018, Macron incluso les dictó a los obispos lo que debía ser su "compromiso". El País tenía hace pocos días el siguiente encabezado: "Macron invita a los católicos a reforzar su presencia en la política y la sociedad francesas". El portavoz de la Conferencia Episcopal, Olivier Ridabeau Dumas, celebró el discurso de Macron como "un hito en las relaciones entre la Iglesia y el Estado".
No contento con saltarse las leyes mencionadas, Macron sugirió brincarse otras al decir que tiene pruebas -que nunca exhibió, y que curiosamente nadie le pidió- del supuesto ataque químico en Duma, Siria, por parte del gobierno de Bashar al-Asad (¿y no tendrá el presidente francés pruebas de los sets cinematográficos que montan los "cascos blancos" para simular represión de al-Asad?). Macron sugirió que "Francia procederá a ataques para destruir los almacenes de armas químicas identificados", sin importar que no los haya. Macron quiere por lo demás "preparar el futuro político de Siria", contraviniendo el derecho internacional.
Como previsto, el presidente francés ha golpeado a los trabajadores y busca ahora transformar los ferrocarriles (SNCF, Société Nationale des Chemins de Fer o Sociedad Nacional de los Ferrocarriles) en "sociedad anónima" y "abierta a la competencia". El problema es que al menos en Europa no hay pruebas de que los ferrocarriles privados funcionen mejor que los públicos. En Alemania, donde el servicio es privado, los trenes tienen cuatro veces más llegadas retrasadas que en Francia. En Gran Bretaña, donde el servicio también es privado, los viajes por tren son siete veces más caros que en Francia, que por lo demás es el segundo país de Europa con la mejor red ferroviaria, después de Suiza y, a nivel mundial, apenas por debajo de los helvéticos, Japón, Hong Kong y Singapur. Seguramente no haya manera de convencer a muchos de que lo privado no es forzosamente mejor que lo público, al menos si no se deja morir lo segundo desde el Estado mismo. Y, por lo demás, no es sencillo que un fanático del mercado no crea que un trabajador de un país desarrollado no es automáticamente un "privilegiado" hasta en tanto no tenga el salario de un bengalí. Pero no está claro ni siquiera en qué idioma "piensan" Macron y seguidores, gloriosos "antifascistas" y "antipopulistas" para quienes una simple república con leyes seguramente no es gran cosa por defender, o por lo menos por respetar.
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