¿Unete, pueblo?
Durante el movimiento estudiantil mexicano de 1968, una de las demandas en las protestas era la libertad de los presos políticos, que atañía, en particular, a los líderes ferrocarrileros Valentín Campa y Demetrio Vallejo. Llevaban años encarcelados, muchísimos más de los que estuvieron tras las rejas los líderes estudiantiles, y militaban en partidos de izquierda (Campa, en el proscrito Partido Comunista Mexicano). 50 años después, nadie se acordó de Vallejo ni de Campa, que pasaron al calabozo de la omisión. Nadie mencionó la palabra tabú, "trabajadores", se olvidó cierta desesperación del movimiento que buscaba que el pueblo en algo se moviera (de ahí la consigna estudiantil "!únete, pueblo!"), y en cambio se festinó la lucha por algo así como "los derechos y las libertades", en particular para los jóvenes. En 1968, los jóvenes pedían para otros. 50 años después, pareciera que hubieran estado pidiendo sobre todo para sí mismos y para "rascarse la democracia" en la universidad.
Es así que 1968 se convirtió en espectáculo de luces ("Nunca más", los nombres de los caídos proyectados en el memorial del Centro Cultural Tlatelolco, el horrendo símbolo en el Zócalo capitalino con la mentira histórica de que "fue el ejército") y en objeto de consumo. Dicho de otra manera, el olvido de Vallejo y Campa, como de otros movimientos de trabajadores en México, fue un lapsus que permitió un importante desplazamiento: desde la esfera de la producción, misma que de alguna manera todavía buscaban algunos en 1968, a la esfera del todo-consumo en el 2018, hasta con una serie televisiva ("Un extraño enemigo") para insistir en verdades a medias y mentiras completas.
1968 perdió así su significado creativo-productivo y pasó al mundo del consumo de símbolos. El consumo parece tener la ventaja de haber reconciliado a todos: a los jóvenes que "exigen y reclaman" y a los adultos convertidos casi en infantes al ceder ante "exigencias y reclamos". No tendría mayor importancia si no fuera porque es exactamente lo que un capitalismo proto-fascista tiene que ofrecerle a los jóvenes en nombre de "los derechos y las libertades": todo debe estar permitido (marihuana, aborto, distintas orientaciones sexuales, violencia, enajenación, etcétera), pero nada es posible. ¿Por qué nada es posible? Porque en franco deterioro en comparación con 1968, el capitalismo no tiene un verdadero mundo del trabajo ni un futuro que ofrecerles a los jóvenes. El "disfrute del ocio" y del "eterno presente" es la forma de llamarles hoy al desempleo y al subempleo, que existen por igual donde el joven deambula de aula en aula para, entre galletitas y café, oír discursos de adultos sesentaiocheros siempre rejuvenecidos sobre la relación entre el 68 y cualquier cosa que arroje una renta. Por si no fuera claro, el joven promedio asiste hoy a la universidad a consumir y entretenerse, si frívolamente mejor, y no a tomarse en serio el aula para prepararse a crear, es decir, producir y ser socialmente útil. El mismo mundo del trabajo se ha vuelto tabú y ni siquiera es estudiado en las aulas.
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