Durante los últimos sexenios en México, antes de que llegara a la presidencia Andrés Manuel López Obrador, se hizo mucho por demoler figuras de autoridad del pasado, al grado de no dejar ninguna en pie, aunque al mismo tiempo se propagara cierto aire de "nostalgia" por Porfirio Díaz, alguien de lo más autoritario. El doble movimiento dice mucho: no querer figuras de autoridad propiamente dichas, pero sí inclinarse por el autoritarismo y la "mano dura".
Parte de la demolición fue emprenderla de manera con frecuencia torcida contra el presidente mexicano Plutarco Elías Calles (1924-1928). Todo se valió: hasta mentir, como lo hizo el escritor Ignacio Solares al inventarse en El Jefe Máximo una entrevista con Norma Mereles, pariente de Elías Calles. Solares fue debidamente cubierto por la universidad pública y pudo seguir destruyendo la Revista de la Universidad, con un manejo corrupto.
Parte de lo simpático del caso fue el aquelarre sobre el hecho de que un Calles inventado se dedicara al espiritismo al final de sus días, como efectivamente sucedió. Fue pretexto para que la periodista Carmen Aristegui se pusiera necia sobre el tema, como si se tratara de algún "pecado" en alguien -el mismo Calles- acusado de ser feroz con la Iglesia. Aristegui ni se inmutó por el hecho de que el campeón del espiritismo fuera Francisco I. Madero, iniciador de la Revolución Mexicana. Resultó gran "pecado" en Calles lo que ni se notó en Madero.
Parte de la embestida consistió en omitir -a lo que contribuyó el historiador Jean Meyer- las arremetidas de la Iglesia contra la ley (la Constitución de 1917) antes de que estallara la Guerra Cristera (no ninguna "Cristiada"), por parte de gente como el arzobispo José Mora y del Río. No se quiso perseguir al pueblo católico, sino a los curas que se negaban a cumplir las leyes, cosa que se silenció (¿quién mandó cerrar los templos luego de la Ley Calles?).
El asunto venía de atrás, y fue recuperado por el historiador Pedro Castro, a través de una biografía del militar revolucionario Francisco R. Serrano, quien conspiró con otros, entre ellos Arnulfo R. Gómez, contra Calles, Alvaro Obregón y el militar Joaquín Amaro. Es en parte el tema de La sombra del caudillo, novela de Martín Luis Guzmán, y de una película del mismo título, que nunca fueron del agrado especial del oficialista Partido Revolucionario Institucional (PRI). No que Obregón tuviera razón al querer reelegirse con amparo legal: lo de Serrano y Gómez era una tentativa de sublevación armada contra un gobierno legalmente constituído (Serrano le había propuesto a Calles disolver el Congreso), y terminó en una tragedia en Huitzilac, Morelos, con Serrano y varios de los suyos ejecutados sin Consejo de Guerra. Castro vió textualmente en los hechos el inicio de una "dictadura", sin aclarar el papel de un Calles que de todos modos retrató "asqueado". El origen de la orden de matar a Serrano quedó en entredicho: el clásico historiador Alfonso Taracena se la había atribuído a Obregón, a espaldas de Calles. Pero Castro también biografió a Obregón. Se retomó la creencia de que la institucionalización de la Revolución Mexicana se hizo sobre un mar de sangre con la matanza de Huitzilac. Fin de cualquier derecho a reprimir -en este caso, una sublevación armada, salvo prueba de que era inexistente- y a comportarse como estadista, si el tema no era de personas sino de naciente construcción del Estado luego de un largo conflicto armado.
No queda claro por qué Calles promovió a Serrano a gobernador del Distrito Federal, ni por qué Calles no se hizo simplemente del poder luego del asesinato de Obregón, prefiriendo a un país "de un solo hombre un país de instituciones y leyes", que hasta la fecha no existe, lo que invalida toda secuencia entre el Partido Nacional Revolucionario (PNR) y el PRI. ¿Calles asesinaba a sus "rivales" para hacerse a un lado, con todo y supuesto Maximato de no más de seis años? No es verosímil.
Después no hay que quejarse de extravagancias: olvido completo de lo que implica ser estadista, y no nada más por López Obrador (¿hay que recordar a Vicente Fox gobernando para chiquillos y chiquillas?); pérdida social del sentido de la autoridad, pero violencia difícil de contener, y una visión del pasado deformada para las necesidades del presente. El PRI no pudo haber durado más de lo que existió en el gobierno (de 1946 al 2000: 54 años, no 70), la Historia "buena" no empezó hoy precedida de ladrones salvo en pequeñitos periodos (14 años de Benito Juárez, dos de Madero, seis de Lázaro Cárdenas), y no estaría mal insistir: coincidieron contra un estadista como Calles desde la derecha hasta la izquierda, y tal vez olvidando que el mismo Calles decía que "ser radical es la nueva forma de estar en el presupuesto", al principio del cardenismo. Serrano dejó de ser un juerguista, Gómez un corrupto y Obregón la personalidad que creía que el error de Díaz había sido "envejecer". Al parecer, éso de dejar de ser un país de un solo hombre para pasar a ser un país de instituciones y leyes no es algo que haya sido especialmente escuchado. No más que las especulaciones sobre las propiedades de Calles (el biógrafo de éste, Carlos Macías Richard, ha hecho precisiones interesantes al respecto) o sobre su infancia, como si infancia fuera destino. Dicho sea de paso, no son las especulaciones de los historiadores sonorenses encumbrados en momentos oportunos -como Ignacio Almada Bay- que van a enmendar nada. La siguiente -porque la actual todavía no es lo peor- puede ser la reescritura de la Historia por los hijos del 68. No quedarán más que ellos como protagonistas o, dicho de otro modo, con los protagónicos.