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miércoles, 25 de mayo de 2022

AH, PERO QUÉ SANTURRÓN

 El camarada Brindaconwisky (los nombres a la polaca son siempre un poco difíciles) obsequió recientemente a sus lectores, donde los haya (por cualquier posible confusión con el camarada Michayotinsky), una muy interesante y original comparación entre dos autócratas, el líder soviético José Stalin y el mandatario mexicano Andrés Manuel López Obrador. Cualquiera puede correlacionar lo que mejor le parezca: es lo bueno de la libertad. El caso es que a ninguno de estos dos autócratas parece gustarles la ciencia ni el mundo intelectual.

      Cabe preguntarse si está bien avenido hablar de "autócratas", aunque lo cierto es que está de moda. La palabra está formada de "auto" y "cracia" (autocracia), que supone etimológicamente no lo que tiende a decir la Web, que mezcla a dictaduras y monarquías absolutas en este negocio, sino simplemente el "gobierno para sí mismo". Los zares rusos eran autócratas: no consultaban a nadie, de ninguna manera, sino que a lo sumo conversaban con Dios y luego hacían algún decreto. Aquí termina el símil del camarada Brindaconwisky: López Obrador lleva varios referendos populares, para bien o para mal, y Stalin no hablaba con Dios, sino que buscó en 1936 que los soviéticos pudieran elegir (siendo consultados) mediante voto directo, universal y secreto y no mediante el equivalente de "planillas" al estilo universitario mexicano. Tal vez cuando se califica a alguien de "autócrata" se quiera dar la impresión de algo terrible: quien así lo desee puede creerse las historias que hacen de Stalin un "resentido" porque papá le pegaba tremendas golpizas y le quedaron marcas de viruela en la cara. De encontrarse con alguien con este tipo de infancia, lo mejor es cuidarse: es toda una predisposición infantil a liquidar gente por millones. Afortunadamente, lo mejor del estereotipo psicológico o incluso de la proyección está para alertarnos sobre este terrible mal. Tal vez el hermano muerto del leninista de Macuspana, López Obrador, tenga que ver con la "autocracia" del mismo, sin que importe siquiera que el presidente mexicano no tenga absolutamente nada que ver con marxismo-leninismo. La verdad, no importa: el asunto es hacer sensacionalismo y dárselas de fino conocedor, sin saber nada.

      Como vale el argumento de autoridad, el camarada Brindaconwisky cita el caso del llamado "complot de las batas blancas", refiriéndose a la versión del británico Donald Rayfield. No importa tampoco indagar ni contrastar fuentes: suena extranjero y además británico, por lo tanto está bien y se puede creer en todo lo dicho en el libro Stalin y los verdugos. Lástima que cuando se revisa la fuente, se descubre que Rayfield se da un lujo imperdonable para el Gran Detector de Plagios de la Nación Mexicana, Guillermo Sheridan: citar entrecomillando sin mencionar la fuente. Dicho ésto, Rayfield tiene pocas fuentes y repite falsedades probadas como tales del líder soviético Nikita Jrushchov: desde cartas de una doctora en 1948 que sirven de "prueba" para un asunto de 1952 (es una pura calumnia de Jrushchov) hasta historias inventadas del "temible Beria", quien para el caso mandó parar el complot mencionado y liberó a los inculpados, sin estar siquiera a la cabeza de la seguridad del Estado o KGB (era Semión Ignatiev). Pasemos sobre el rechazo expreso de Stalin al antisemitismo, testimoniado por su hija, Svetlana, y sobre otra cosa más, que Lavrenti Beria haya mandado parar a los periódicos que alimentaban la teoría del complot, decisión que se tomó estando Stalin vivo. Rayfield se limita en buena medida a repetir lo que inventa Jrushchov. Y Brindaconwisky se cree todo y le cuenta al lector historias de serie de Netflix o propias de algún programa de radio de La Mano Peluda: cuando un médico le recomienda a Stalin que descanse, éste le llama a Beria y manda a capturar al galeno. Ya se sabe: hay quien está obnubilado con el poder al punto de no poder soltarlo, como por cierto el camarada Brindaconwisky, totalmente monotemático.

     Tal vez por influencia de Michayotinsky, Brindaconwisky ni se entera que es la propia disidencia antisoviética la que reconoció que no había antisemitismo en Stalin: Jaurés y Roy Medvedev escribieron que Stalin se opuso desde un principio a la campaña contra los médicos judíos y al antisemitismo subyacente. Es lo de menos. Lo que cuenta es "causar impresión": empezando, desde luego, más por los compadres que por el lector. Es periodismo -si se le puede llamar así -de espectáculo, con correlaciones o asociaciones propias de alguien provinciano, digamos el tipo de gente que Stalin hubiera descartado por tratarse además de timar a la gente con aires de santurrón. Para Fellini (click etcétera...). El camarada en acción:



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