Desencantados o desorientados, el sociólogo peruano Aníbal Quijano y el filósofo ecuatoriano Bolívar Echeverría -el primero a la sombra de universidades estadounidenses- comenzaron a incubar en los años '90 "teorías" que habrían de contribuir, a pesar incluso de los autores, a la "recuperación colectiva de la identidad" en los campi de latinoamericanistas. Echeverría, en particular, llegó a declarar en algunas entrevistas que no veía con muy buenos ojos el regreso a un supuesto "buen pasado ancestral", se entiende que indígena, ni tampoco una superación del capitalismo mediante el recurso al ethos barroco, que Walter D. Mignolo identificó con la figura dominante del criollo en América Latina. Quijano se quedó en el festejo de los "muchos epistemes" en un supuesto renacimiento, entre otras cosas, de los llamados "pueblos originarios", contra la pretensión "eurocentrista" de imponer un solo episteme (una "creencia justificada como verdad", en la terminología de Platón). El otro, el criollo, esperó su turno y pasó al frente para manipular al "ancestral" contra el envidiado y al mismo tiempo detestado "europeo", sin atreverse demasiado a criticar la discriminación positiva del nuevo patrón estadounidense. El paso al frente se dió reivindicando "nuestro barroco".
Ethos significa costumbre y conducta, un "modo de comportamiento" que puede tomarse erróneamente como uno de ser. A partir de aquí, no hay crítica posible, porque las cosas son así y las tradiciones y costumbres, incluso, se reivindican sin que haya nada cuestionable, porque parecen naturales. En "La clave barroca en América Latina", Echeverría explicaba: "el mejor ejemplo de la versión 'barroca' del ethos moderno es precisamente el del arte barroco. Insistiendo en una frase que Adorno escribe sobre la obra de arte barroca -que es una 'decoración absoluta'- puede decirse, más bien, que ella es una 'puesta en escena absoluta', esto es, una puesta en escena que ha dejado de sólo servir a la representación de la vida que se representa en ella, como sucede en todo arte, y que ha desarrollado su propia 'ley formal', su autonomía; una puesta en escena que sustituye a la vida dentro de la vida y que hace de la obra de arte algo de un orden diferente al de la simple apropiación estética de lo real".
Reivindicar en un ademán el ethos barroco, desplazando un problema de clase hacia la estetización (como Quijano lo desplazó hacia la "raza" en la "colonialidad del poder"), puede llamarse "forma de resistencia cultural a la represión capitalista", al menos para quienes no ven en el capitalismo más que represión . Es una forma de querer ser sublime, por artístico, aunque sin reparar en que el mismo Echeverría habló de "puesta en escena absoluta". Tomar por sublime una puesta en escena absoluta es, digamos, "creérsela" -tomarse por completo en serio la payasada- sin mayor temor a lo grotesco. Cuando éste despunta, no falta por cierto quien lo justifique recurriendo a la "carnavalización" del crítico ruso Mijaíl Bajtín. Sin que Echeverría tenga mucho que ver en el asunto, andar entre lo sublime y lo grotesco ha terminado por ser, por lo general, el tipo de trayecto que puede seguir en el "ethos" el neo-fascismo cultural en boga en los campi. Después de todo, siendo grotesco, el Jefe se creía sublime, como creía verlo la masa alemana. En fin, que los hay que ven en el campus una "decoración absoluta", y sin asomo de duda, porque no dudan de nada, mucho menos de su identidad recuperada.
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