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martes, 30 de noviembre de 2021

EFICACES O INCONDICIONALES

 Alrededor del año 1936, Stalin y varios de sus allegados intentaron, en vano, reformar de tal modo el sistema soviético que se evitara la corrupción y burocratización. Viacheslav Molótov había hecho llamados en este sentido desde 1934, y Andrei Zhdánov siguió por este rumbo. Las pruebas existen. De lo que se trataba era de luchar contra la "partidocracia", que hacía que se dieran cargos estatales no por saber, conocimiento, o experiencia para los mismos, sino por la "pertenencia al partido", en el que llegaba a operar la cooptación y se formaban algo así como "clanes", en particular alrededor de los Primeros Secretarios (regionales, nacionales, etcétera). Los cargos se daban así por criterios "políticos". No faltaban tampoco los veteranos de la lucha en tiempos difíciles (desde el combate contra el zarismo y la Guerra Civil hasta las colectivizaciones...) que, una vez instalados, ya no consideraban que debían mejorar. Esto contrastaba con el espíritu de Stalin y gente como Serguei Kirov (asesinado en 1934) o Lavrenti Beria, por citar dos casos: buscaban la permanente superación personal, al grado de estar dispuestos a "rehacerse a sí mismos" y no dormirse en sus laureles (Stalin dejó una biblioteca de 20 mil volúmenes, por ejemplo, y Beria llegó a pedir ser relevado de cargos partidarios para poder proseguir con estudios de ingeniería). En cambio, no faltaban quienes creían que "la causa" los dispensaba de una constante mejora. Pese a que el gobierno ruso en 1996 reclasificó algunos archivos, hay material suficiente, de primera mano, para saber que los partidarios de la "desburocratización", con Stalin a la cabeza, fueron derrotados, mientras el partido prefirió armar la de San Quintín poniéndose a cazar "enemigos del pueblo", en más de una ocasión inventados, aunque hubiera ciertamente también conspiraciones reales contra el poder soviético. Si se impuso este criterio "clánico", se puede colegir entonces que se reprodujo finalmente en el Estado soviético y el partido oficial una forma de arcaísmo feudal, exactamente de la misma manera en que no debiera sorprender entonces en izquierdas como la latinoamericana la existencia de prácticas oligárquicas y clientelares, por lo demás fácilmente reconocibles en la derecha o los "demócratas liberales" locales.

      Cuba es ilustrativa. Raúl Castro puede criticar lo que quiera, como lo hizo severamente en el último Congreso del Partido Comunista de Cuba, cuando llamó la atención sobre algo así como un estado de taradez ideológica y de creencia, textualmente, de que "Cuba es el único lugar del mundo donde se puede vivir sin trabajar". No importa: los mismos hijos de la "desestalinización" y libertarios practican el culto a la personalidad de Fidel Castro, quien estuvo al frente del Estado cubano bastante tiempo más (medio siglo) que Stalin al frente de la Unión Soviética. Más de un funcionario cubano no puede moverse ni a la esquina sin citar a "Fidel" por cualquier nimiedad, o a José Martí, lo que muestra una concepción clientelista y personalista del poder, ajena a una institucionalidad sólida. La carrera de Miguel Díaz-Canel, actual presidente de Cuba, pone al descubierto por qué en la isla no se quiere publicar lo adelantado en Rusia sobre el pasado: el mandatario ni siquiera entiende, como tampoco lo entendía Fidel Castro, que el socialismo no es para el "pueblo" ni para "las masas", sino para los trabajadores del campo y la ciudad. Raúl Castro pareciera haberse inclinado por un "hombre del partido" que no garantiza empero una calidad de estadista u hombre de Estado, porque casi no tiene experiencia en el mismo, siendo por lo demás ingeniero de profesión. Ni siquiera hay mayor ideología: Cuba ha aportado mucha labia y retórica, pero un bajo grado de institucionalización y de eficacia para que las cosas funcionen para la gente (más allá de lo básico), sin culpar de todo al tan llevado y traído bloqueo. Los cubanos no compiten en ideas: monologan y se hacen de oídos sordos ante críticas internas como las de Raúl Castro (que no es el único).      

 No basta con haber sido heroico: en el Uruguay, José Mujica, con un pasado de "gloria" como guerrillero y víctima de la represión de la dictadura, no tiene oficio ninguno y el show de la sencillez difícilmente oculta una tendencia a un pseudo sentido común digamos que folclórico, sin que quede claro si este "folclore de la filosofía" -para quienes están fascinados por el marxista italiano Antonio Gramsci- equivale a capacidad para gobernar. Más de un dirigente salvadoreño del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) pudo haber sido bueno para maniobrar en una guerra y echar bala en el monte, en nombre de la causa justa: estando en el gobierno y no sin cierto acomodo en el tren de vida de algunos dirigentes, no era necesario ser un genio para percatarse de que el presidente efemelenista Salvador Sánchez Cerén era inepto, al grado de no parecer ni siquiera el maestro que es.

     Es una lástima que no se quiera considerar lo que se sabe ahora de la experiencia soviética de los años '30. El asunto terminó no en capitalismo de Estado, dados los límites muy marcados a la propiedad privada, sino en un espíritu clasemediero "de bienestar" mezclado con arcaismos feudales y una burocracia inepta, pero lo suficientemente capaz para sumir a la gente "del común" en la apatía.

      No es asunto exclusivo de la izquierda. En el gobierno mexicano de Enrique Peña Nieto, del Partido Revolucionario Institucional (PRI), el secretario de Hacienda y Crédito Público, Luis Videgaray, sin duda se lució cuando, nombrado para la cancillería, dijo: "vengo a aprender", confesión de que no tenía ni la menor idea de la diplomacia. De profesión abogada, Claudia Ruiz Massieu Salinas desfiló por secretarías como la de Turismo y la de Relaciones Exteriores hasta llegar a la presidencia del PRI. 

     De origen priísta, el actual canciller mexicano, Marcelo Ebrard, da sin duda la idea de alguien conocedor de protocolos e investiduras, incluso más allá de la ceremoniosidad de la que más de uno puede tener nostalgia con el presidente actual, Andrés Manuel López Obrador. Ebrard tiene una muy buena especialización en administración pública (por la Escuela Nacional de Administración francesa,ENA) y es licenciado en relaciones internacionales, pero tal vez la "política" le gane: fue secretario de Desarrollo Social del Distrito Federal y secretario de Seguridad Pública (?) del gobierno de Vicente Fox. Es una trayectoria distinta de la "simplemente activista" jefa de gobierno de la Ciudad de México, Claudia Sheinbaum, en un momento en que López Obrador prueba que el activismo, distinto por lo demás de la militancia, puede estar reñido con lo necesario para llegar a la altura de un estadista (y tampoco cualquier presidente lo es). El problema está en saber si, como en otras épocas, todavía existe espíritu de superación personal y "rehacerse a sí mismo" aprendiendo de los errores y con labor ardua lejos de los reflectores y las plazas de pueblo: es decir, si hay modo de colocar al trabajo por encima de una "política" habitualmente mal entendida, y destinada a la "gloria" antes que a la eficacia. Es de esperar que más de una toma de posición de López Obrador en materia de política exterior no proceda de la cancillería, para darle simplemente otra faceta al "anexionismo" dominante desde hace rato en México. No tiene el menor sentido proponer una unidad de todo el continente americano "como la Unión Europea (UE)", y es quimérico querer deshacerse de la Organización de Estados Americanos (OEA) para quedarse únicamente con una Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) cuya operatividad queda por ver. ¿Ebrard está en su cargo por su capacidad de trabajo o por sus "conectes" y lo que representan para "la alianza política más amplia posible"? 

     Si la dimensión del trabajo arduo -que supone saber retirarse por periodos importantes de los reflectores, los actos protocolares y las plazas de pueblo- no está tomada en cuenta, se superponen entonces mucho de la vieja "política" y algo de la actuación para los medios de comunicación masiva o una vaga opinión pública, pero probablemente sin entender siquiera lo que se está haciendo (por ejemplo, no se puede firmar al mismo tiempo un TMEC, Tratado México-Estados Unidos-Canadá de libre comercio, y proponer algo "como la UE"). Hacer activismo y relaciones no es gobernar, y cuesta caro dejar de lado el trabajo y la superación personal, incluso en términos de democracia. El riesgo está acentuado en sociedades que no tienen como valor principal el trabajo, y no es seguro que sea la prioridad del lópezobradorismo. Las cosas no fructifican sin trabajo ni organización seria del Estado, en lugar de "la causa justa" para justificar la inoperancia y la improvisación. No es exactamente asunto de traiciones, aunque también las hay: es que la política también debe ser trabajo y conocimiento, antes que asuntos interminables de personas, clientelas -el "coro de los amigos" que reivindicaba Martí- y, encima, relaciones. Dicho sea de paso, la oposición mexicana tampoco entiende las cosas de otro modo. Volviendo al principio: el activismo no convierte a nadie en alguien capaz de gobernar, como tampoco las "alianzas políticas lo más amplias posibles" al margen del profesionalismo en los cargos públicos. Se puede compartir la causa y caer en la ineptitud, incluso entre gente de origen popular, como ocurre con la actual secretaria mexicana de Educación Pública, Delfina Gómez, para no hablar de la totalmente bienintencionada secretaria de Cultura, Alejandra Frausto, que no pasa de "gestora". Por cierto: ¿no hay nadie para decirle al jefe que se puede estar equivocando?¿Y con temas de Estado y de formas de gobernar en lugar de intrigas personales?



FANÁTICAMENTE MODERADOS

 En varios países de América Latina, la izquierda, que tiende más bien a ubicarse en el centro-izquierda (del que no queda excluida Venezuel...