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jueves, 23 de diciembre de 2021

MIÉNTEME MÁS, QUE TUS MENTIRAS ME HACEN FELIZ

 La señora Isabel Turrent, esposa de Enrique Krauze, escribió hace poco en el periódico mexicano Reforma lo siguiente ("El fin del zar rojo"):

     "En 1937 los asuntos de Estado en la URSS se discutían entre películas y comilonas en la dacha de Kuntsevo, el retiro secreto de Stalin, donde rodeado de una corte reducida de lacayos serviles y adoradores de la violencia y la tortura a la medida de la paranoia del dictador (los tiranos siempre encuentran los operadores adecuados para sus fines), se decidía el destino de los enemigos en turno". De acuerdo con el libro testimonial de Simon Sebag Montefiore, La corte del zar rojo, fue hasta después de la guerra (es decir, después de 1945) que las cosas pasaron a decidirse como las describe Turrent, quien olvida mencionar buenas dosis de alcohol. Los soviéticos estaban literalmente embriagados por la victoria, al grado de que hay quien ha dicho que mejor hubieran perdido en el conflicto. En 1937, las cosas se resolvían en la llamada "pequeña esquina" del Kremlin, no en Kuntsevo, y no era Stalin quien confeccionaba las listas, sino que incluso llegó a no dar crédito a la información que se le hacía llegar sobre tal o cual supuesta "conspiración". Los había, pero no todos eran lacayos serviles: Semión Budionni, por ejemplo, encaró a Stalin sobre las ejecuciones. No le ocurrió nada. Esto es lo que consta en el libro de Montefiore, muy poco amigable hacia Stalin.

     Prosigue Turrent: "quienes iban a dar a las prisiones de la KGB sabían que su familia y todos sus conocidos, y la familia y los amigos de sus conocidos, acabarían en la tumba o en el Gulag". El problema es que la KGB (Comité para la Seguridad del Estado) no existía, puesto que se creó en 1954, un año después de la muerte de Stalin: quien se encargaba de sembrar el miedo era el NKVD (Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos).

     Adelante con la señora Turrent: "quienes caían en manos de Yagoda o Beria, para mencionar nada más a dos de los arquitectos del Terror, guardaban sin embargo un dejo de esperanza -inexplicable-; le pedían a Stalin por su familia y aceptaban en juicios públicos los crímenes que nunca habían cometido para salvaguardar su papel histórico como defensores del partido leninista y, con mucha suerte, su vida". Nótese que la frase carece de sentido: uno no confiesa ser un criminal para salvaguardar alguna reputación. En 1937, Guenrij Yagoda o Lavrenti Beria no tenían nada que ver con el asunto, puesto que el encargado de las ejecuciones era, como jefe del NKVD, Nikolai Yezhov. Yagoda cayó en 1936 y Beria, al quedarse al frente del NKVD en 1938, mandó vaciar los campos (Gulags), de la misma manera en que luego liberó presos políticos y suprimió la tortura. Con Yezhov, entre 1937 y 1938, efectivamente cundió el miedo porque el jefe del NKVD mandaba ejecutar legiones de inocentes. Yezhov fue descubierto y ejecutado. Stalin afirmó que por culpa de Yezhov había muerto "gente inocente" y se había acabado con muchos de los mejores cuadros del partido. Yezhov actuaba de consuno con primeros secretarios del partido. La información llegaba desde estos sectores intermedios a Stalin, y no al revés. Siempre de acuerdo con el texto de Montefiore, a Yezhov se le pudo probar en el registro de domicilio que conspiraba contra Stalin.

      Para Turrent, "Stalin era (y sigue siendo en la Rusia de hoy) muy popular". No tanto, si había quienes como Yezhov buscan sacarlo del camino. En cuanto a la actualidad, la población rusa está dividida.

     "El Estado -dice Turrent- era dueño de todo, el único empleador y proveedor de servicios". En lo que toca a la época de Stalin, es falso: desde tiempos zaristas hasta los años '50 existía el artel, una forma cooperativa ajena al Estado. Fue defendida contra la colectivización forzosa por Stalin, en el año 1930. Stalin defendió la libertad de emprender del artel hasta 1952, un año antes de su muerte, y esta forma de producción garantizaba el abastecimiento del mercado de tal forma que no hubiera carestía. Por lo demás, en el campo se podía tener desde huertos personales hasta ganado doméstico de propiedad privada y no estatal. Fue el líder soviético Nikita Jrushchov quien en 1960 la emprendió contra el artel y el comercio minorista. A propósito de películas y comilonas, en una de éstas Beria tocó la cabeza de Jrushchov con los dedos (como cuando se toca a una puerta) y exclamó: "!hueca!".

      Según Turrent, Stalin era "neurótico, mercurial, vanidoso y genocida", solo que para la época no se estilaba hablar de neurosis y no hubo genocidio alguno, ni siquiera de las nacionalidades que fueron deportadas por colaborar con los alemanes durante la guerra (tártaros de Crimea, chechenos, alemanes del Volga, etcétera...). Luego pudieron volver a sus lugares de origen.

     Turrent, muy al día, escribe que Stalin "firmó un acuerdo con Hitler, que desató la Segunda Guerra, bajo la creencia -bismarckiana- de que los alemanes nunca abrirían dos frentes: no atacarían la URSS en años y le permitirían reconstruir el Ejército y a la industria militar". Nadie le había hecho nada a la industria militar, que al comienzo de la guerra fue llevada a los Urales. El pacto germano-soviético data de 1939 y para ese entonces Hitler ya iba camino a la guerra, puesto que acababa de tragarse Checoslovaquia. Al menos según Montefiore, Stalin esperaba el ataque para 1942, no para "años después", y efectivamente los alemanes se cuidaron de abrir dos frentes a la vez; atacaron a la Unión Soviética luego de que Francia se hubiera rendido y de que Gran Bretaña se instalara en la calma. Francia capituló en junio de 1940 y la batalla de Inglaterra (aérea) cedió en mayo de 1941, un mes antes de que los nazis se lanzaran contra los soviéticos, por lo que la guerra ya estaba desatada. Las cosas ocurrieron de tal modo que Stalin estuvo pidiendo un buen rato, durante la guerra, que los aliados abrieran el "segundo frente", ante un primer ministro británico impasible, Winston Churchill.

     Remata Turrent: "los soviéticos ganaron de milagro: el legado de Stalin fueron 20 millones de muertos y un país destruido que hubo que levantar desde sus cimientos". El problema es que a esos 20 millones no los mató Stalin, sino la soldadesca nazi. Los milagros ocurren cuando alguien tan mal informado, y además estereotipado, tiene una columna en un periódico en la cual puede decir absolutamente lo que sea, con toda impunidad, probablemente muy bien pagada y sin que salga nadie a significarle que no se puede escribir un artículo tan plagado de errores de información. Por cierto, pareciera -dado que retuitea a señora e hijo- que a Krauze no le incomodan ciertas formas de nepotismo: optó por jugar las reglas del monarca que critica con su excelente "código Morse", con lo cual lo escrito no guarda mayor relación con la conducta personal. Salvo que ésta se encuentre legitimada por una "exclusividad de derechos" para la gloria, puesto que se tiene imagen y fama. Para familia y amigotes, así escriban incluso incoherencias. En fin, con todo cariño para la señora...(click en el botón de reproducción)



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