Una de las características del populismo clásico estriba en cooptar a la gente, la "masa", de tal forma que que ésta tiende a instalarse en la apatía y, en sectores de clase media, a llegar a la indiferencia.
La ex presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, llegó a observar algo atónita que los brasileños pobres que habían dejado de serlo gracias a programas gubernamentales no se sentían comprometidos con el gobierno: preferían dar gracias a Dios y al esfuerzo personal. Rechazaron la candidatura de Fernando Haddad en las últimas elecciones presidenciales, pero pareciera que, al margen del Partido de los Trabajadores (el mismo que postuló a Haddad), estuvieran dispuestos a volcarse en un apoyo casi ciego a Luiz Inácio Lula da Silva, si volviera a presentarse.
En Argentina las cosas no van mejor, dado que la derecha de Mauricio Macri ha ido recuperando terreno al mismo tiempo que el peronismo lo pierde, más en su versión moderada con el actual mandatario Alberto Fernández. La "razón populista" de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe no parece del todo convincente.
En México, el lópezobradorismo ya tiene en contra a buena parte de la clase media que lo encumbró en 2018, sobre todo en la capital, la Ciudad de México. El "pueblo", así de indiferenciado, recoge programas sociales pero, como ha ocurrido a raíz de las nuevas leyes laborales, tiene la vieja incapacidad de organizarse en provecho propio, al grado de ni siquiera saber servirse de leyes que le benefician, por ejemplo para crear sindicatos independientes.
Los populismos clásicos suelen dejar una estela de corrupción que permea a distintas capas de la sociedad, y aquéllos se han caracterizado por un castigo durísimo a la acción independiente. La diferencia entre el populismo mexicano, surgido con el presidente Lázaro Cárdenas entre 1934 y 1940 (Cárdenas tomó la "precaución" de deshacerse de todos los criterios independientes, desde el del ex presidente Plutarco Elías Calles hasta el de Francisco J. Múgica, pasando por Tomás Garrido Canabal), y los populismos argentino y brasileño es que el primero fue producto de una revolución desde abajo, la Revolución Mexicana, y no de golpes desde arriba, por lo demás con fuertes ingredientes fascistoides y anticomunistas. En Brasil, Getúlio Vargas entregó a la Alemania nazi a Olga Benario, la esposa judía del militar y líder comunista Luis Carlos Prestes. Los coqueteos del argentino Juan Domingo Perón con el nazi-fascismo son imposibles de ocultar. Y con todo, en México se proscribió a los comunistas y a movimientos independientes como el de los ferrocarrileros. No es con todos estos antecedentes que se sientan las bases de una sociedad democrática desde abajo (no por decreto desde arriba), ni de competencia de ideas.
A juzgar por Agenda Argentina, Fernández llegó sin demasiadas ideas claras a la presidencia. Era hora de "correrse hacia el centro" para ganar electorado. Hace rato que Lula hizo cosas similares, al grado de ser hoy candidato de la socialdemocracia del Parlamento Europeo. Con el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador, falto de equipo profesional y con visión de país, hay de todos modos un matiz: la idea es acabar con el típico Estado latinoamericano del siglo XX y principios del XXI, que sirve de principal vehículo para enriquecerse al no poderse empezar desde abajo dada la estrechez del mercado interno (nacional). Esta perspectiva es compartida con el presidente salvadoreño Nayib Bukele. La idea probablemente haya sido entendida a nivel intuitivo por parte no desdeñable de las sociedades de ambos países, aunque tienen circunstancias algo distintas.
El problema suele seguir siendo el heredado del populismo clásico: la carencia de voces independientes, mal vistas, como si una contradicción fuera una ofensa o el riesgo inminente del estallido de un conflicto, y la incapacidad entonces para un verdadero debate democrático que rebase el nivel de pleito de verduleras, de lo que para nada está exenta una oposición como la mexicana, totalmente incapaz de levantar un programa para la nación. El presidente brasileño, Jair Bolsonaro, es el "histeriquito" que tampoco se conduce mejor, y Macri en Argentina ya demostró que no conoce "de otra".
La democracia no es un decreto desde arriba, una oferta estadounidense o algo monomaniaco sobre "los derechos y las libertades": es un proceso desde abajo y que implica no la "tolerancia en la pluralidad", de tal modo que cada quien se suelte el monólogo que más le plazca, sino la búsqueda de la verdad en el debate de buena fe (completamente ausente en la oposición mexicana y en prácticamente toda la intelectualidad lópezobradorista), realmente abierto a la escucha y no en medio de la apatía y la indiferencia de muchos. Se trata de deliberación: difícilmente puede haberla cuando se busca más bien "quién grita más fuerte" o es el mejor para los sombrerazos y las imposiciones, como ocurre con los medios de comunicación masiva, parte de las redes sociales y los poderes económicos que están detrás y no tienen más que ventrílocuos. No es con una herencia de "hablar para acallar" -o "marear el punto"- que se está en democracia, ni con lo que el ex mandatario ecuatoriano Rafael Correa ha llamado el "estado de opinión", en el que cualquiera puede decir absolutamente cualquier cosa.