Una de las cosas que seguramente haya que agradecerle al historiador británico Simon Sebag Montefiore es haber escrito una completamente contradictoria, pero no por ello menos interesante, biografía de Stalin en dos tomos, el segundo de ellos intitulado La corte del zar rojo. Stalin está lejos de aparecer, contra quienes creen que el del británico forma parte de los "libros para no hacer la revolución", como un simple resentido, un hombre lleno de odio -Sebag Montefiore en ningún momento menciona esta palabra, y además, no se llama tampoco Montefiori- y todavía menos alguien "limitado". Dicho sea de paso, el líder soviético jamás dijo que los bolcheviques fueran "de una factura aparte", sino de una "pasta especial".
Pasemos sobre el hecho de que, aún apoyándose en testimonios muy valiosos y datos de archivo, La corte del zar rojo es un libro a tal punto descontextualizado que llevó a quejas de más de un lector: la supuesta "corte" de Stalin y éste no parecen movidos por ninguna consideración política, sino por algún tipo de "fundamentalismo" y el puro capricho, prolongando de esta manera la tradición zarista, aunque en medio de un aparente relajo total que involucra un mar de asesinos, depravados sexuales, mujeriegos y alcohólicos incorregibles. Cierto es que una que otra personalidad resultó siniestra, pero ahora se sabe, gracias a investigaciones de archivo, por qué motivos. Stalin nunca le perdonó a Nikolai Yezhov, jefe de la policía secreta a finales de los años'30, la ejecución de gente inocente en los terribles años 1937-1938.
La descontextualización de Montefiore lleva a omitir el constante clima de asedio contra los bolcheviques, desde la Guerra Civil hasta la Segunda Guerra Mundial, pasando por los intentos del nazismo por socavar desde dentro al poder soviético. Y por lo demás, las cifras de muertos pasadas a la cuenta de Stalin son un estafa total, ya demostrada hace tiempo. Pareciera por lo demás que todos los prisioneros eran inocentes, incluso los delincuentes comunes. Montefiore tampoco se da cuenta de que gracias a la colectivización forzada de la agricultura se acabarían a la larga las hambrunas, que datan de antes de 1917 (y que cesaron con una última, muy explicable, después de la guerra), y se daría paso, mediante planes quinquenales, a una industrialización muy exitosa que permitió vencer en la guerra contra los alemanes (algo olvidado por el actual gobierno ruso) y hacer de la Unión Soviética una potencia, lo que en más de un aspecto la Federación Rusa sigue siendo.
En abono de Sebag Montefiore y puesto que no se trata de rehabilitar ni glorificar a nadie, puede decirse que los modales de los dirigentes de la época de Stalin solían ser los del pueblo, en más de una ocasión bruscos, y de un pueblo que, más que de un pasado capitalista, venía de uno feudal bastante brutal. Aún así, era el mundo del trabajo: Sebag Montefiore reconoce la impresionante capacidad de trabajo y organización de Stalin y muchos de sus allegados, su ánimo de constante superación personal y sus conocimientos incluso enciclopédicos.
Fue un periodo, de mediados de los años '20 a principios de los '50, unas tres décadas, de gobernantes salidos del pueblo: Stalin, hijo de zapatero y él mismo zapatero; Serguei Kirov, mecánico; Semión Budionni, hijo de campesinos pobres; Lazar Kaganóvich, zapatero; Viacheslav Molotov, hijo de un tendero; Lavrenti Beria, hijo de una familia de campesinos pobres también; Anastas Mikoyán, hijo de un carpintero; Mijaíl Kalinin, hijo de labrador y convertido en obrero industrial; Kliment Voroshilov, hijo de ferroviario... había pocas excepciones, como las de Andrei Zhdanov, Gueorgui Malenkov y Sergo Ordzhonikidze. Seguramente más de uno vió con espanto que gente del origen más humilde se encontrara en la cúspide soviética. La desventaja del "muchacho de campo" Nikita Jrushchov está en que, además de haberse aficionado a las ejecuciones en masa, al grado de superar las "cuotas", no parece haber sido tan proclive a la superación personal ni a pasar de ser semianalfabeto. Prefería vociferar contra el "Judas Trotski".
El mismo Sebag Montefiore reconoce que Stalin detestaba que lo adularan y lo expresaba abiertamente. La explicación del indudable culto a la personalidad está en otra parte y no hace inocente al pueblo soviético. Hay registros documentales fílmicos que muestran a un Stalin atónito y exasperado ante los interminables vítores a su persona. Ni adalid del terror, pues, ni de que lo alabaran, lo que no lo exonera en su brusquedad. Sobre la ejecución de inocentes por parte de Nikolai Yezhov en el terrible periodo 1937-1938, Stalin argumentó que no era sencillo fiarse de las pruebas de aquél en 1937: se había destruido a "gente honesta" y a "los mejores cuadros", todo en un clima del que Sebag Montefiore ni cuenta se da, el de la inminente guerra. Sebag Montefiore confirma que el totalmente disoluto Yezhov apuntaba contra Stalin. Documentales de la época muestran a un Yezhov frívolo e incapaz de sostener la mirada.
Después de todo, Sebag Montefiore da a entender cómo en los difíciles años '30 había gente -y bastante- opuesta a Stalin en el partido gobernante que al mismo tiempo lo aplaudía o podía incluso llamar "caudillo" (Vozhd), ocurrencia de Jrushchov que Sebag Montefore repite hasta el cansancio. Stalin ni siquiera quería el liderazgo a toda costa y en sus últimos años solicitó en más de una ocasión ser remplazado, lo que la adulación le negó, como ocurrió inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, cuando el líder soviético ni siquiera se entusiasmó de que lo nombraran "generalísimo". El problema se complicó después de la Segunda Guerra Mundial: los jerarcas soviéticos llegaron a sentirse embriagados por la victoria, por lo que difícilmente admitían que Stalin quisiera volver sobre lo no resuelto antes de la guerra. Stalin llegó a confiar sobre todo en Andrei Zhdanov (y no tanto en Beria), pero éste murió temprano y por lo demás no ambicionaba el poder. Stalin solía prestar más atención a quienes discrepaban, y según testimonios citados por Montefiore, "le gustaba la gente que tenía su propio punto de vista y no temía defenderlo". Se enojaba hasta gritar con quien le contestara "sí, camarada Stalin; por supuesto, camarada Stalin...sabia decisión, camarada Stalin". Por lo demás, según el mismo líder bolchevique, "era más fácil fusilar que poner a la gente a trabajar".
Sebag Montefiore muestra lo duras que podían ser las disputas políticas y confirma que más de uno se opuso a Stalin sin acabar en ningún Gulag, desde Molotov hasta Voroshílov, pasando por el militar Gueorgui Zhukov.
Al final de la guerra, con muchos de los mejores hombres muertos en el Frente, la burocracia que Stalin no pudo derrotar en 1936 siguió avanzando, al grado que puede pensarse que sólo esperaba la ocasión de llevar la clásica operación de lavarse las manos para hacerse del poder y legitimarse ante la población: es lo que logró en 1956 Jrushchov en medio de un hoy probado alud de mentiras. Se entronizaba así el hábito del gran discurso "ideológico" -más bien reducido a propaganda- sin mayor responsabilidad y en cambio con ambición. No queda claro qué se reivindica de Jrushchov, quien llegó al poder mediante un golpe de Estado, apoyado por algunos militares, que incluyó la ejecución de Beria con una a todas luces fabricada acusación de ser "espía británico". Como Stalin y sus allegados alrededor de 1936, Beria, artífice de la bomba atómica soviética, buscaba un Estado más independiente del partido único, aunque no era un bolchevique "a fondo". Quienes se opusieron al ascenso de Jrushchov fueron llamados de hecho "el grupo antipartido". En adelante, contra lo deseado desde 1936, se corría el riesgo de que la politiquería se impusiera al profesionalismo en el manejo del Estado. Beria fue apartado del grupo en el poder para ser ejecutado con el apoyo del militar Zhukov. Las condiciones del asesinato de Beria nunca fueron aclaradas por Jrushchov, alguien de quien Stalin decía que era "más ignorante que el Negus de Etiopía"
Los últimos años de vida acentuaron en Stalin rasgos de decrepitud que le hacían difícil gobernar, pero el problema estaba en otra parte: el engreímiento por la victoria había creado laxismo, ambiciones entre "los mariscales" y dejaba abierto el camino a la ya rampante burocratización de preguerra. Curiosamente, el deshielo puede leerse como el triunfo de la burocracia a la sombra del partido y el principio de una peculiar ineptitud, que Mijaíl Gorbachov, el último líder soviético (y objeto de reconocimiento del gobierno ruso de Vladimir Putin) encarnaría a la larga muy bien.
Montefiore escribe tranquilamente que los allegados de Stalin terminaron por retirarse del poder sin ningún privilegio. No robaron ni disfrutaron de lujos particulares, como no fue tampoco el caso de Stalin. Tampoco hubo nepotismo. En estas condiciones, de La corte del zar rojo queda la pésima impresión de un uso de los testimonios y los archivos ajeno a cualquier otra consideración que no fuera la de mostrar lo que puede hacer la ambición de poder, el gusto por la intriga, la sed de sangre y cosas por el estilo, para compensar personalidades "resentidas, limitadas y llenas de odio". No deja de ser un estereotipo, por lo demás frecuente en países como los latinoamericanos, o incluso una proyección de quien lo escribe.
Lo interesante de La corte del zar rojo es que muestre una época dura y el peso de costumbres de origen feudal en el trato, que duran hasta hoy, mezcladas con el sovietismo y ahora con el capitalismo. La costumbre feudal está ligada a una dificultad para el trato entre iguales y una tendencia marcada a la humillación, que convierte la ofensa y el pedido de perdón por la ofensa en todo un deporte. No es seguro que Occidente comprenda que entre los años '20 y '30 del siglo XX se alzó una gran potencia; tampoco es seguro que, por abandonar el pasado marxista-leninista, los rusos de hoy entiendan que lo que se les depara constantemente desde el exterior puede ser más que la pura humillación: repelieron el nazi-fascismo, pero no puede decirse que lo hayan comprendido desde dentro. Pasarse el tiempo escupiendo sobre el pasado -con verdadero fervor- no ha demostrado ser garantía de ganarse los favores del mundo capitalista.