La venta de la fuerza de trabajo bajo el capitalismo, sea física o mental, no significa prostitución, aunque sí implica ser explotado. Se vende una energía, por así decirlo, y además, por un tiempo determinado, normalmente fijado bajo contrato, en la medida en que quien compra la fuerza de trabajo no es dueño de ella: su propietario es el vendedor, aunque quien la compra extraiga un "plus" de su uso.
A diferencia de lo anterior, la prostituta vende su cuerpo, convertido en mercancía, lo que no es el caso de quien vende su energía. La prostituta no vende ni su energía (digamos que no está obligada a ponerle mayor gana al asuntillo), ni su alma. Sin embargo, si la prostituta tiene al mismo tiempo un proxeneta ("padrote"), a quien le tiene que pasar un "plus", es explotada, y coinciden su "fuerza de trabajo" (es un decir) y su cuerpo, que en este caso es una herramienta de trabajo.
En las condiciones descritas, sería un error decir que tantos y tantos periodistas que escriben sin criterio propio y repiten lo que la casa editorial quiere oír se prostituyen, son presstitutes, como adora llamarlos el analista estadounidense Paul Craig Roberts. Simplemente, estos periodistas venden su fuerza de trabajo, sobre todo mental, asegurándole a la casa editorial un "plus", es decir, una ganancia, sobre todo que estas casas funcionan como grandes negocios. Estos periodistas no venden ni su cuerpo, ni su alma (asunto demasiado religioso), y son explotados. Algunos lo saben. Otros no tienen ni la menor idea de lo que es la explotación. Es una lástima tener que decírselos, pero se trata de proletarios, así sean de cuello blanco y dizque "cognitivos". Su herramienta de trabajo es "la pluma", es decir, la computadora, entre otros elementos. Saben que, de salirse de la línea editorial, no serán contratados. Lo gracioso es que, como trabajan con "la pluma", resultan ser proletarios que se creen de alcurnia.
Queda un asunto. A quien vende su fuerza de trabajo, como energía, nadie le obliga a vender su conciencia, atención, así venda sus ideas (para una empresa, por ejemplo). Un proletario puede tener conciencia de sus propios intereses, diferentes de los del patrón, de la misma manera en que una prostituta puede tener también conciencia propia, no estando de lo mejor con el proxeneta. La diferencia con periodistas y similares está en el enigma de lo que hacen con su conciencia, si no llegan a diferenciarla de la del patrón-casa editorial-televisora-radio. No es que la estén vendiendo, porque lo que venden es su energía mental, pero es probable que se enreden más con la conciencia de lo que están haciendo, si se "adhieren" por completo a la patronal, a diferencia del obrero que no está obligado a creerse la propaganda de la empresa, salvo enajenación, ni del ingeniero que trabaja también para la empresa (también, salvo enajenación), ni de la prostituta que sabe muy bien que no debe "entregarse" al cliente ni al proxeneta. El problema está en los proletarios intelectuales (que tienen como herramienta su intelecto) que se entregan de tal modo a la empresa contratante que no pueden ejercer ninguna verdadera independencia de criterio.
Lo terrible de muchos medios de comunicación masiva actuales está en que responden a grandes intereses económicos lejos de cualquier verdadero debate, por lo que exigen de sus empleados que "rindan", lo que es propio de la explotación. Tomemos el caso del escritor mexicano Enrique Serna, de lo mejor del país, al menos hasta El vendedor de silencio. Curiosamente, Serna escribió alguna vez una interesante Genealogía de la soberbia intelectual. Ahora, el escritor se despacha en Letras libres o en Milenio artículos en los cuales ya está, por fin, debidamente proletarizado, así gane más que con su independencia previa. No nada más repite sin criterio propio en materia de política, de la que no sabe, sino que canta a coro con el resto de los empleados de la empresa sobre ciertos temas. Serna sacó hace poco una bochornosa alabanza de Enrique Krauze. Como sucede en la esfera del intercambio, el escritor ha obtenido a cambio que se le permita expresarse libremente sobre la bisexualidad. Es un "hombre libre", en el sentido de tener aparentemente "libertad de contratar", como cualquier vendedor de fuerza de trabajo, y se le respeta su "mercancía", la pluma, que suele ser muy buena. No quita que, al vender esta energía literaria de tal forma que alguien de la patronal se lleve una ganancia, Serna dejó la independencia para pasar a las filas del proletariado; a cambio de que escriba lo que le deja ganancia al empleador, es libre de ostentar una liberalización de las costumbres que también es un "plus" para el patrón, que permite "consumir libertad" (de bisexualidad, en este caso), pero que de ningún modo tolera algún criterio creativo independiente ni verdadero debate. Falta leer Lealtad al fantasma, la serie más reciente de cuentos de Serna, en la cual pudiera encerrarse la conciencia lúcida de cómo una hábil captación del deseo por el patrón -llevando a confundir necesidad/demanda y deseo- termina en lo que ya está Serna: una forma de pérdida de libre albedrío que, en asuntos de política, se traduce por una escritura lastimosa y borreguil, que conjuga lo rimbombante con lo ignorante. Vamos: un proletario que expone las contradicciones de su proletarización creyendo que al fin "es alguien" y que puede permitírselo, lo que no era necesario después de la excelente Fruta verde. Como lo previera el mismo Serna, empezó a convertirse en fruta podrida, al menos al tratar de política para "rendirle" a quienes lo han empleado. El asunto aparece en una conciencia desdoblada: una excelente pluma no exenta de ponerse a banalidades ni de rebajarse. El periodismo acaba de ganarse un proletario más, de larga data, agreguemos, proclive a perder el criterio propio. La "putería subida"... o casi (da click en el botón de reproducción).