La Ciudad de México se lo traga todo, en las patologías de la imposición y la sumisión. O casi, habida cuenta de las notorias mejoras en los años 2000, desde que la izquierda triunfó en la urbe en 1997: ya no es la difícil ciudad más bien sucia, insegura y contaminada de los '80, ni madriguera de porros y paramilitares, como de 1968 (al amparo de la regencia) hasta los '80, ni lugar invadido de ambulantes y con transporte de mediana calidad (Ruta 100), etcétera. Al mismo tiempo, la hoy CDMX (antes Distrito Federal) sigue siendo la ciudad más corrupta de México, aunque tampoco abundan los policías "mordelones" o los judiciales extorsionadores, ni lugarcitos como Tlaxcoaque para una "calentadita" a los opositores extremos.
Cuando llegaron los españoles, ya había una ciudad que los maravilló: Tenochtitlan. Para más señas, la corrupción no es "cultural", porque la cultura mexicana tiene dos grandes troncos, el prehispánico y el español, y en el mundo precolombino no había corrupción. En cambio, la hubo en grande durante la Colonia, y vista como algo "natural", por distintos motivos, y asociando por lo demás a caciques indígenas. A pesar de lo dicho, la capital virreinal, que lo era del lugar más importante para el imperio colonial, la Nueva España, se convirtió en lo que se conoce como "la ciudad de los palacios". A la larga, hizo girar en torno suyo -y a Hernán Cortés y Moctezuma +Cuauhtémoc- la idea de "México" en sus supuestos orígenes, aunque en realidad lo estén, entre otros, en Miguel Hidalgo y Costilla y el no suficientemente valorado José María Morelos y Pavón, con la Independencia (más allá de la biografía de Fernando Benítez). A la "ciudad de los palacios" se le reconoce hasta hoy, en canales subterráneos, calzadas y barrios, la herencia prehispánica. Hoy, por lo demás, se han reducido los lugares de miseria.
Para finales del siglo XIX, México empezó a entrar en la era de masas, aunque al cabo de un siglo nucleado por la hacienda como forma de socialización de gran importancia, y de origen colonial, aunque perduró con la Independencia. El surgimiento del poder político, salvo por Benito Juárez, quedó ligado al espíritu de hacienda y la "casa poblada" familiar y de dependientes, la felicidad de las telenovelas y el drama oligárquico. Desde el poder político, sin capitalismo endógeno (en particular a falta de industria nacional, salvo excepciones), y por ende de origen señorial, pero ilegítimo, se podía "alquilar" a la inversión extranjera para lograr la modernización, que dejó huella, y no nada más en el ferrocarril: las construcciones de estilo porfiriano, el antecedente del Paseo de la Reforma y el inicio de la construcción del palacio de Bellas Artes agregaron más de "monumental" a la capital mexicana. Quedó en la mentalidad capitalina, ya en el inicio de la era de masas, una cierta idea de la política, al mismo tiempo señorial, ilegítima y clientelista, heredada de cuatro siglos (la Colonia más el siglo XIX de la hacienda), no desprendida de la Iglesia, y la afición por lo extranjero, para tiempos del Porfiriato, el afrancesamiento. Hasta cierto punto, es el poder político que "concesionó" como "favor": a clientelas nacionales allegadas, y a la inversión extranjera.
Para más señas todavía, es también lo que hizo el seductor de la patria (1988-1994), siempre desde el poder político. Fue la época, aunque ya se trataba desde antes, con el presidente Miguel de la Madrid (1982-1988) en que empezó a dejar de verse a Diaz como negativo. Al poco rato era un Díaz "con rostro humano" con "El vuelo del águila", la telenovela. Se decía que Díaz había logrado el progreso económico, pero no la "democracia", tanto como decir que no había sabido "repartir". Ahora bien, más allá de la modernización, a la inmensa mayoría del país no le fue bien con Díaz, al grado de que, siendo pobre, se empobreció más, lo que han probado estudios históricos con estadísticas en la mano. Dicho sea de paso, a la mayoría tampoco le fue bien a finales de los '80 y en los '90. Pero una parte de la población fue a dar en lo que Andrés Manuel López Obrador llamó "neoporfirismo", por lo demás sin ser el único Llegó una nueva modernización, esta vez estadounidense, latente desde antes. La CDMX, entonces Distrito Federal, mantuvo prácticas clientelistas y vió llegar una nueva extranjerización: el capitalino, el "chilango", oye música con frecuencia en inglés y, con la misma frecuencia, se cree un señor con el que hay que aguantarse un uso particular del libre albedrío, que depende de la buena o mala voluntad, la del "hago siempre lo que quiero...", además "me las puedo..." y "a mi nadie me dice que...", por lo que nada es asunto de responsabilidad u obligación, sino de "culpas"; poner al "señor" o la "señora" delante de una responsabilidad es atribuirle una "culpa" de la que está exento, porque su libre albedrío es fuero.
Al mismo tiempo, así fuera por influencia del exterior capitalista, se fue aprendiendo el cálculo de conveniencia, hasta que, andando el siglo XX, fuera pasando a mayor plano, en lugar de la antigua maniobra "autoritaria": después de todo, la "gente decente" capitalina se acostumbró a "entrarle" y a arreglárselas con dinero para, como lo decían incluso empresas transnacionales, "engrasar" la corrupción. El "chilango" puede ser el de la cortesía, o incluso el del trato que llega a lo afable, cuando no a la "confianza" que instauró el antiguo régimen (el del PRI-Partido Revolucionario Institucional), dando la impresión de cercanía emotiva, y el mismo dispuesto a deshacerse del otro sin gran problema si lo dicta la conveniencia. No es "lo mexicano", sino lo que, de preferencia por la jerarquía en el Porfiriato, se convirtió en "empate" priísta, como propio de la era de masas en el Tercer Mundo, a caballo entre el mundo precapitalista y el capitalista: el engaño, de muy antigua raigambre, al servicio de lo más ramplón del capitalismo, la pura conveniencia, que se afianzó luego del seductor de la patria entre varias generaciones, y que da en el "aprovechado", que es la reputación no tan infrecuente del latino en general, aunque como versión específica de un comportamiento de masa ("me creí superior a cualquiera"...).
Tal vez lo incómodo no sea la conveniencia, que se puede interpretar de diversas maneras, pero que puede llegar, como en el mundo de los países centrales, al egoísmo más crudo, lo que Marx llamaba "las aguas heladas del cálculo egoísta". Es de lo más duro. Pero no se trata de idealizar lo que fue creando en parte el hoy llamado Sur, y que es en una parte de México (ni siquiera todo el país) el uso frecuente de la "cercanía personal", la "familiaridad", hasta de "melcocha", reservándose -para colmo, como fuero- el cálculo de conveniencia más ajeno a la apariencia dada. Es el clientelismo "moderno", del lazo de dependencia personal "juramentado", pero potencialmente desleal: siempre entre dos sillas, el egoísmo sin empacho pero, además, en el Sur, no asumido como tal, sino "apadrinado" en grupo. No es entonces cosa exclusiva del capitalino. Como se dice, "sobre aviso no hay engaño". Lo que es más propio del capitalino es lo que se conoce coloquialmente como "golpe avisa": en vez de hacer aparecer de entrada la conveniencia descarnada, el preámbulo es lo contrario del "sobre aviso", y por lo tanto, es también el potencial engaño: la familiaridad como artificio de "trato personal", o el "choro mareador", para "marear el punto" y buscar aventajar. Cantinflas lo vió y encontró la manera de reírse de este "modo de ser". Desde los '90, ha sido menos -salvo en ámbitos cortesanos- y más abierta la conveniencia, que puede llevar a otras reglas, pero también a ir descartando el engaño mencionado. Los que lo atribuyen erróneamente al grupo gobernante son los del "neoporfirismo", persistente en el mundo mediático (por cierto que, ya agarrando experiencia, la presidentA Claudia Sheinbaum se ha vuelto hábil ante tanta engañifa de los medios, que "hacen creer"): México puede desempatar, y parte de la CDMX también, pasada la onda lumpen. Será más citadino y menos "barroco", tal vez, para error de quienes han querido hacer de ciertas conductas supuesta "cultura". La cosa nostra no es cultura. Lo que el antiguo jefe de gobierno de la CDMX, Miguel Ángel Mancera, no consiguió, por falta de callo, tal vez vaya lográndose con suficiente tiempo para la autodenominada "Cuarta Transformación", más allá de sus resabios izquierdistas o priístas (da click en el botón de reproducción).