Venezuela no se ha estado cayendo sola ni únicamente por los eventuales errores de gobierno en Caracas. Es un hecho que la campaña de desprestigio contra ese gobierno no ha cesado, como tampoco el injerencismo de moda, en particular a través de organizaciones no gubernamentales (con generoso dinero estadounidense) que hacen pasar la intervención por un supuesto gesto espontáneo de la "sociedad civil" local.
Al mismo tiempo, algo se ha perdido en el impulso inicial del cambio venezolano. Andrés Mora Ramírez, de la Asociación por la Unidad de Nuestra América, de Costa Rica, ha hecho notar en estos días en el portal "Con Nuestra América" que hay una dimensión -la de la batalla cultural- donde "acaso (...) esté nuestra mayor debilidad en este momento". Mora Ramírez recuerda que el extinto Hugo Chávez quiso propagar el bolivarianismo. Con sus aciertos y sus errores, difícilmente puede negarse que Chávez creía en lo que hacía, al grado de sacrificarse y probablemente haber dejado la salud y la vida en ello. Lo extraño es que nadie se haya preocupado mayormente por rescatar ese bolivarianismo, salvo hasta hace poco el presidente ecuatoriano Rafael Correa, que también ha creído y promovido sin mucho eco.
Simón Bolívar no dejó nada más discursos y el legado de acciones para una mayor integración latinoamericana. También fue con frecuencia muy crítico con los vicios de la región que se independizaba de España y vió venir más de un problema desde adentro, no nada más desde la potencia que sin duda está llamada a plagar el mundo de males a nombre de la libertad. La obra de Bolívar no fue una, monolítica, como lo prueban los pasajes sobre la forma de gobierno que debía convenir a la América Latina. Valía la pena debatir, leer y releer, tomarse en serio a Bolívar y no convertirlo en un monumento o en una casa de citas, como se hizo en cambio en Cuba con José Martí. Según Mora Ramírez, en tiempos recientes se instalaron en los "nuestroamericanos" un "vacío discursivo" y un "vacío estratégico". Digamos que el proceso venezolano se fue en repartir y, desafortunadamente, en crear formas clientelares. La batalla cultural seguramente no importó demasiado, si importó: ha sido la última de las prioridades de la izquierda latinoamericanista, salvo para adornarse, porque lo suyo es la política -cuando hay tantos pobres no hay tiempo para la cultura- y de cultura entiende tan poco como de economía (cuando lo sugirió Heinz Dieterich, con quien se puede estar o no de acuerdo en tal o cual punto, la izquierda latinoamericanista muy rápido llevó a cabo desde la "conspiración del silencio" hasta los "golpeteos" a los que acostumbra ya no digamos al menor asomo de dicrepancia, sino de posibilidad de debatir algo, lo que sea). En esto no se diferencia mucho cierta parte de la izquierda de la derecha a la que combate: es democrática sin discusión (es decir que se consensúa de tal forma lo decidido de antemano que nunca se abre el menor debate real sobre nada).
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