Cruza la calle gritándole a un rectángulo pegado a la oreja. Corre el riesgo de que -en el mejor de los casos- le grite a él un automovilista. Corta una conversación para acariciar el rectángulo con su dedito, casi sensualmente. Mira distraído a las luces y señales que salen del aparato. No está distraído, en el fondo. Está concentrado en el fetiche y en el neg-ocio (neg-otium), el ocio hecho negocio, tráfico. Este hombre de la calle y los pasillos vive ocupado con su fetiche como siempre lo ha estado con los "asuntos urgentes" el hombre de negocios, para quien es distracción todo lo que no sea esa ocupación -hecha de múltiples ocupaciones- que no consiste en "darse el trabajo"- ni se diga en algo que "valga la pena". No es el fetiche en sí: es la "oportunidad" que pueda presentarse o algún supuesto riesgo. Como en la Bolsa, con la misma agitación, solo que en solitario o en la soledad compartida. Al mismo tiempo, el fetiche es marca de estatus: hay que estar conectado, no se puede no estarlo. Y significar -siempre como el hombre de negocios- que se está muy, muy ocupado.
El resultado es la destrucción de la atención a los lados y alrededor. Bernard Stiegler (Ars Industrialis) considera que una técnica puede ser un remedio o un veneno. El problema no está en sí en el aparato, sino en el hecho de que no se ha acompañado de ninguna educación para su uso y sí en cambio del fomento a la adicción, por lo que "capta la atención". Esta misma adicción vuelve intolerable e imposible de llenar el espacio en blanco, como antaño se odiaban los silencios en las conversaciones telefónicas o en las pláticas a secas. No es otra cosa que la propagación del fetichismo y la alienación -ahora auspiciados incluso por la escuela-, la sumisión a una fuerza extraña, como si estuviera dotada de poderes mágicos, aunque creada por el ser humano. Ahora sí, el "cel" o el teléfono inteligente son el tótem: todos descendemos no del mono, sino de alguna aplicación (parental).
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viernes, 5 de mayo de 2017
FANÁTICAMENTE MODERADOS
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