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domingo, 2 de enero de 2022

COSAS BONITAS

 A raíz de la muerte de Stalin en 1953, de la derrota del llamado "grupo antipartido" y del XXavo Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), en 1956, con Nikita Jrushchov a la cabeza, se esquivaron las reformas antiburocráticas que se intentaban hacer desde el año 1936, si no es que incluso desde antes. Se impuso el arribismo sobre el profesionalismo en el manejo de los asuntos del Estado, o como hubiera dicho Lenin, "su santidad" sobre la eficiencia. A veces hay quien cree que estar en la "causa justa" dispensa de profesionalismo, esfuerzo, trabajo y dedicación, pero en cambio da las licencias de la "santidad". Basta con ser un santurrón, y de hecho es así que quiso presentarse Jrushchov. La batalla estaba perdida. Las palabras decían bastante: la Unión Soviética dejó de ser el país del proletariado -y por ende, de los trabajadores- para ser el país "de todo el pueblo", entiéndase que de la masa. No pasaría entonces demasiado tiempo antes de que los soviéticos dejaran de interesarse por el pueblo, despreciándolo, para sentirse atraídos por todos los fenómenos de masas.

      La Unión Soviética se vió presa desde 1945 de un efecto de pinza: por un lado, muchos dirigentes perdieron el piso a raíz de la victoria sobre el nazi-fascismo, y al mismo tiempo ésto se produjo en un país en ruinas, con una población diezmada por la guerra. Sucesor de un Jrushchov que no duró mucho en el liderazgo, Leonid Brézhnev encarnó lo que no podía ser sino el resultado de la pinza descrita: el estancamiento. Un país no se saca de la ruina con "santidad".

     En el estancamiento descrito se abandonó el pasado y las cosas quedaron en la inercia. Permaneció una base comunal del socialismo de Estado entre los campesinos, en la medida en que hasta los años '60 la Unión Soviética fue un país predominantemente rural. Esta base influyó en la cultura, comunal también, de los obreros migrados a las ciudades. A la par, con la progresiva urbanización aparecieron una burocracia no desdeñable y, ligada a ésta, un marcado espíritu "pequeño-burgués" o clasemediero, si se prefiere. Sin mayor capitalismo como antecedente, este espíritu recuperó rasgos feudales como modo de diferenciarse de los trabajadores. Las tres cosas se pueden percibir hasta hoy en Rusia, pero también en Ucrania: la creencia de que estar detrás de un escritorio o lo que se le parezca autoriza a la arrogancia y a lo que Alexander Zinoviev, un antiguo disidente soviético, caracterizaba como tendencia a "humillar al prójimo como se aplasta a un insecto"; la lucha a muerte clasemediera por el estatus social y el desprecio por el pueblo, que es el dirigido y no el que dirige; y el civismo, el trabajo y la bondad y apoyo mutuo en los estratos más bajos, para lo que basta con visitar un mercado popular. Se sumó una oligarquía aparatosa pero minoritaria. Rusia no es ningún monolito, y en el presidente ruso Vladimir Putin y su equipo operan todas estas tendencias en bastante desorden: desde gestos y arranques feudales, incluida la idealización del zarismo, y rasgos soviéticos como los descritos (en algunos casos con un gran sentido de la responsabilidad), hasta la admiración por vaguedades como "el mercado" e inercias ahora tecnocráticas. En este sentido, carece por completo de sentido ver en Putin a un autócrata o supuesto nuevo zar. Insistamos: hay de resabios feudales reciclados por el dinero que "compra cultura", capitalismo salvaje, sovietismo, burocratismo y espíritu de clase media más bien deleznable. Las cosas pueden variar según las regiones y si se trata de áreas urbanas o rurales. Los comunistas, la oposición principal, no siempre andan de lo mejor orientados tampoco.

     Dos cosas son de lamentar: la carrera desenfrenada por el dinero, en las grandes ciudades sobre todo, a costa de la provincia y el campo, y el carácter despiadado que aquélla puede tomar, sin excluir un marcado desprecio por los estratos más bajos de la población; y el desconocimiento del pasado soviético, salvo para añorar todo lo que era gratis, y ni se diga del marxismo-leninismo, del que Putin, que lo ve como un "cuento de hadas que hizo mucho daño", no tiene ni la más remota idea. Esto sucede pese a que en más de una librería rusa (por ejemplo en San Petersburgo) es posible encontrar libros suficientes y muy bien documentados sobre un pasado que no fue "ideal" ni "ilusión", sino bien real, de tal modo que se lo puede evaluar sin ninguna amnesia ni ser "retrógrado" (establecer la verdad documentada de las cosas no es amnesia). Creer que "todo pasado fue mejor" es tan inútil como venderle a quien se deje el eterno presentismo o algún gran porvenir capitalista que la mayoría de la población del planeta lleva siglos esperando.

      Se dice que el cartero siempre llama dos veces. El hecho de que, según afirman algunos, la Historia no sea teleológica (es decir, que no tenga un fin determinado) no quiere decir que carezca de ciertas leyes, válidas por igual para los seres individuales como para las sociedades en su conjunto. No se puede pretender entrar al capitalismo en forma desaforada sin que haya consecuencias, como no se puede estar en el sovietismo de la misma manera, para algunos en la creencia de la gratuidad de todo, y encima con maneras caprichosas feudales. Rusia se encuentra en una entreverada encrucijada de caminos, aunque sin la crasa descomposición del capitalismo occidental. Sociedad brusca en sus maneras, está lejísimos de la violencia occidental que es la que toca a sus puertas, provocando a los rusos luego de haber ensayado la seducción. Contra lo que puedan creer algunos, es probable que en el "putinismo", que apela al trabajo y al esfuerzo, confluyan tendencias diversas. Pero no se trata de "volver a ser una gran potencia", aún si más de un ruso se lo cree, sino de ganar de una buena vez la paz. Como cualquier otro país, pero seguramente más que muchos otros, Rusia tiene el derecho a la paz y a todo lo que esté a su alcance para la defensa propia, cualquiera sea el resultado de la acción de las tendencias que se encuentran en juego. Es inadmisible hablar del "zar Vlady", de "país mafioso" y de tantas cosas por el estilo, al margen de todo análisis conceptual, como inadmisible rehacer la Historia preparando el camino como mínimo para provocaciones militares.

     No hay forma de engañarse: los que provocan son los mismos que, en nombre de la libertad de expresión, votaron recientemente en la plenaria del 16 de diciembre en Naciones Unidas contra una resolución que combate la glorificación del nazismo, el neonazismo y expresiones similares. 130 votos a favor, 49 abstenciones….y dos votos en contra: el de Estados Unidos y el de Ucrania. Las abstenciones fueron con frecuencia de países de la Unión Europea. Resulta que las "santidades" que se ostentan como contrarias a fascismos muy supuestos, como el de Donald Trump o Jair Bolsonaro, no son capaces de aparecerse para condenar el modo en que Estados Unidos impulsa al fascismo ucraniano, utilizado de ariete contra Rusia. Ahora resulta que el gran capital es "Antifa", si ha de creerse al magnate húngaro-estadounidense George Soros, mientras en las librerías occidentales se vende sin rubor algún libro de Hunter Biden (Cosas bonitas), hijo del presidente estadounidense Joseph Biden y metido hasta las cachas en asuntos de corrupción en Ucrania. Da gusto ver a tanto occidental saludar con sombrero ajeno o convertir a la izquierda en agencia de cortadores de cupones para concursar en el "antifascista del año" o algo así. Llevan décadas pasando al lado de los peligros reales, pero no parece que importen más que envolverse en "santidad". Desde Ucrania, Ani Lorak, da click en el botón de reproducción.



FANÁTICAMENTE MODERADOS

 En varios países de América Latina, la izquierda, que tiende más bien a ubicarse en el centro-izquierda (del que no queda excluida Venezuel...