El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, dió a conocer recientemente que su gobierno está trabajando en la reelaboración de libros de texto gratuitos para darles un sentido más humanístico e impulsar -ésto es más dudoso- el amor al prójimo (¿hay que amar al empresario Claudio X. González, por ejemplo?). Esta medida iría en el mismo sentido que la distribución de la Cartilla moral de Alfonso Reyes y luego la elaboración de la Guía ética para la transformación de México, que a duras penas sorteó pifias "libertarias". Con una "revolución de las conciencias", según López Obrador, se podría lograr que los cambios que busca introducir el actual gobierno mexicano queden "en el pensamiento". El mandatario mexicano ha sido claro desde el principio sobre la importancia de cambiar mentalidades, pero no ha tenido mucho eco, ni siquiera entre sus propios partidarios, que están más ocupados en politiquería.
Debe quedar claro que esta costumbre no es para nada ajena a la intelectualidad autodenominada "demócrata liberal", que por décadas ha acaparado el poder cultural, y que no está dispuesta a soltarlo, para lo que se ha atrincherado en los medios de comunicación masiva. Basta ver las cuentas de Twitter de algunos (Enrique Krauze, pongamos por caso) o ciertos programas de televisión para darse cuenta de que en el fondo subsiste la tradición oligárquica, hoy ciertamente de "mafia del poder": las cosas se hacen en "la familia grande", es decir, en un círculo reducido y endogámico, incapaz de abrirse a "lo otro" y de reconocerlo en su alteridad. Cuando esto "otro" despunta, es antidemocrático, porque curiosamente los llamados "demócratas liberales" tienen clara conciencia de lo que es un monopolio a no soltar. Durante décadas, caudales de dinero de por medio, dos grupos intelectuales, Letras Libres y Nexos, buscaron copar la vida cultural mexicana. Los mismos nombres y amigotes se repiten al infinito y sin sentido del límite, al grado de que el acaparamiento crea sensación de impunidad. De este modo, hoy se puede decir cualquier cosa, como cuando Roger Bartra, de origen marxista y converso desde su paso por universidades estadounidenses en la segunda mitad de los años '80, dice de López Obrador que es "retropopulista" o "populista de derecha". Las palabras "evocan" pero no remiten a ningún concepto preciso. Siendo de origen marxista, Bartra debería saber que el populismo implica un Estado corporatista (que no existe de ninguna manera en el México de hoy) que es una forma degenerada del socialismo de Estado y próxima en más de un rasgo al fascismo. Es lo de menos: invitado a debatir fuera de su cenáculo y a otra cosa que a oír el eco de su propia importancia, Bartra no puede y se vuelve despectivo, como pudo constatarlo el periodista Hernán Gómez Bruera.
El problema está en que, por un asunto de un tal vez inveterado complejo en el terreno, López Obrador no puede ver que los intelectuales del lópezobradorismo repiten la misma actitud, alejados por lo demás y para variar del pueblo, algo que viene de la época colonial y que los hace preferir los hábitos cortesanos (a lo mejor de la llamada "corte de los halagos"), según demostrara el estudioso estadounidense Richard Morse, predilecto...de Enrique Krauze. ¿En serio se cree que un pueblo como el mexicano se preocupa de lo que crean o dejen de creer Krauze, Castañeda, Aguilar Camín y otros? Pues lo mismo sucede con los intelectuales del lópezobradorismo, y no cambia por el hecho de que Francisco Paco Ignacio Taibo II esté convencido de que ser populachero es lo mismo que popular. Los resultados de Taibo II al frente del Fondo de Cultura Económica (FCE) no han sido buenos, más allá, por cierto, de haberle entregado la revista El Trimestre Económico a otra camarilla, simplemente de otro signo, pero al fin y al cabo camarilla. La secretaria de Cultura, Alejandra Frausto, jura y rejura en su cuenta de Twitter que "la cultura es la herramienta más poderosa para cualquier transformación social", pero no se pasa de cierta "gestión" y de la creencia de que esa cultura no es asunto de creación colectiva latente por despertar, sino de unos cuantos figurones...y hasta vedettes como Mon Laferte, para terminar de desbarrar. Es la misma creencia de los autodenominados "demócratas liberales", siempre a la caza de "nombres". Como los socialistas chilenos cuando Salvador Allende llegó al poder, la consigna pareciera "ahora nos toca a nosotros". Ahí está para muestra la sonrisa desvergonzada de quien tiene la actitud de cowboy vendiéndole whisky a apaches despistados: copando a morir en la televisión y la universidad pública, al grado de la majadería (baste recordar el altercado con la escritora Sabina Berman), despunta John M. Ackerman Rose, quien ni siquiera es "intelectual" (¿cuál es su obra?), haciendo relaciones públicas "revolucionarias" con gran frenesí. El Instituto de Formación Política del Movimiento de Regeneración Nacional (MoReNa) no funciona mayormente. Es que las cosas no pueden funcionar si se trata nada más de manosearse felices entre unos "10 intelectuales", según los contó López Obrador. Dussel se la pasa a Ackerman, Pedro Miguel se la pasa a Rafael Barajas, Héctor Díaz Polanco a Taibo II...Encima, López Obrador considera como "intelectuales", además de a una bola de moneros, a personas que no lo son, como Epigmenio Ibarra con sus interminables provocaciones. ¿Lo que pasa? Que, a diferencia por ejemplo de Gómez Bruera, y sin que se trate de comulgar con nadie, el peligro no son los leales, sino los incondicionales del líder, incapaces de hacerle ver al lópezobradorismo sus errores (como por lo visto no hay nadie para decirle a un Roger Bartra o a otros "nombres" de los "demócratas liberales" que pudieran estarse equivocando). El lópezobradorismo tampoco se abre al debate con otros: igual descalifica a los "chayoteros" y se acabó. Lo que prueba lo anterior es la ausencia, de lado y lado, de cultura ciudadana y del espacio público, para el debate y por ende para otra cosa que para "agarrar para sí", que es lo que hacen Ackerman, Taibo o Epigmenio Ibarra, mientras difícilmente se puede defender a un plagiario como Fabrizio Mejía (y mal autor, a juzgar por su retrato de Fernando Gutiérrez Barrios en Un hombre de confianza). Para su mala fortuna, López Obrador no parece asustarse de los incondicionales. Después le hacen lo que Elenita Poniatowska: acusarlo de dividir al país en sus conferencias de prensa matutinas ("Mañaneras") con la palabra "fifí" y al "repetir siempre lo mismo". !Qué delito! Tampoco son buenas influencias las muy, muy cercanas y tal vez tampoco críticas: ahí está López Obrador pidiéndoles perdón a los mayas, en un gesto innecesario, por una guerra de castas en Yucatán a mediados del siglo XIX en la que aquéllos, al menos en parte, se dejaron utilizar por los ingleses...
Ahí está el problema. La historia mexicana sufrió en los últimos sexenios bastantes manoseos de los "demócrata liberales", dispuestos a destruir la idea misma de Estado nación en nombre del cosmopolitismo (tan bien practicado por Letras Libres, por ejemplo). Sin darse cuenta de que hay un Estado nación por defender, la "intelectualidad" lópezobradorista igual puede colarnos por enésima vez a Francisco Villa y Emiliano Zapata, para nuevos reduccionismos. La sola idea de "Cuarta Transformación" es simplista, además de pretenciosa. Hay que esperar resultados y el tiempo dirá...López Obrador ha dicho, con razón, que ojalá hubiera más gente joven creando cultura en el país, como en tiempos del vasconcelismo. Lo cierto es que no la hay: es el saldo del mal llamado "neoliberalismo", del alejamiento generalizado de la intelectualidad de los problemas del país, y de la incapacidad de la izquierda intelectual para salir de la búsqueda de la "trascendencia" para pretender dar un servicio...que seguramente, como en los señoritos del "otro lado", se considera algo que rebaja...Ya lo han advertido algunos simpatizantes de López Obrador: no se está creando nada que vaya más allá de una figura y un sexenio, y no deja de ser lamentable. Sobre todo que no hay mucho qué reivindicar del lado de quienes creen que es "antidemocrático" no comulgar con su acaparamiento del poder cultural.
Francisco J. Múgica, revolucionario preferido de López Obrador, decía que la política debía dejar de ser "éso" que se hace "entre políticos" para pasar a ser "éso" que se hace entre el gobierno y el pueblo. La cultura debería dejar de ser "éso" que se hace entre unos cuantos intelectuales.