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miércoles, 9 de noviembre de 2016

LA VIDA ES ETERNA EN 15 MINUTOS

Es sabido, Andy Warhol dijo que cada quien tiene derecho a sus 15 minutos de fama. Con las redes sociales, hoy, ni se diga, todo el mundo tiene algún protagonismo, en lo que sea. En mi caso, descubrí que soy un genio en circunstancias muy azarosas y el gusto, si lo hubo, no llegó probablemente a los 15 minutos, si es que alcanzó el minuto, el tiempo de, por ejemplo, una frase de presentación en sociedad. La iluminación no me llegó por los reflectores, sino por lo fugaz de un destello. Pudo haberme cegado: soy sensible a tal o cual reputación cuando se me hace sin que se me pregunte nada, sin agua va.
       Fue algo muy sorpresivo, lo confieso, me imagino que del calibre de la noticia del Nobel que le cayó a Bob Dylan. Llegamos como cada 25 de diciembre al open house del Club de Golf -lo que de por sí insinúa cierta fama- a media tarde. El pavo y una parte de los invitados, los más tempraneros y de relleno, ya parecían todos recalentados, digamos, para no ofender, que por el ponche, más que por los salam aleikum de los huéspedes.
     Los tiempos habían cambiado. El anfitrión, alguna vez un hombre sencillo y generoso, se había complicado la vida desde los tiempos del seductor de la patria, pero lo más insoportable era el tono de voz que su mujer, una atractiva y simpática cachanilla, había agarrado desde la misma época, cuando muchas mujeres mexicanas de clase media comenzaron a considerar que en vez de hablar castellano con el prójimo debían dirigirse a él como si le estuvieran regalando un doblaje al español, por lo demás nasal. De remate, la esposa es psicóloga de niños y el anfitrión la ama como a una madre.
     Acercándome a la sala, este corredor de Bolsa me presentó a uno de sus conocidos, por cierto que no el hombre de negocios teutón que también aparecía una vez al año a humillar a los huéspedes del open house:
      -Es Marcos, dijo, alguien muy brillante, por lo que hemos decidido invitarlo para tenerlo con nosotros esta noche.
       Para mi sorpresa, mis ojos se aguaron un poco y me sentí turbado. ¿Era mi propia brillantez que me cegaba? Había algo que no entendía, sobre todo que al conocido -que parecía haber entendido algo que yo no- no le importó en lo más mínimo que yo fuera el Stephen Hawking de la sociología puma, o algo así. Quedé sentado en el rincón de los olvidados (con César y Giselle, para variar) y sin tener siquiera alguna forma de acceso a las parientes más jóvenes y hermosas de la cachanilla, que tampoco parecían haber reparado en toda esa fama que irradiaba de mí. Sin que yo me hubiera dado cuenta, mi gloria se había extinguido junto con la frase de presentación de quien -haciendo el ademán de saludar con sombrero ajeno- se acababa de labrar, apenas entrado yo al convivio, la fama de mecenas, cazador de talentos o John Simon Guggenheim disfrazado de Santa Claus, pour la galerie.
      Claro que, como a los 10 minutos de que el anfitrión se vistiera de luces, yo me encontraba sin interlocutor (y ya lo dije, sin interlocutoras), y -aunque no fuera lo peor- sin saber dónde diablos meter la pinche fama que me acababan de hacer.

¿QUIÉN APAGA LA LUZ?

 Como lo señalara Donald J. Trump, candidato estadounidense a la presidencia, Rusia es una formidable maquinaria de guerra: si la apuesta de...