El ministro de Defensa ruso, Serguei Shoigu, acaba de revelar que la intervención rusa evitó un ataque de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) contra Siria. Después de los sucesos de Ghouta, en la misma Siria (región de Damasco, la capital), donde fueron usadas armas químicas, el mandatario estadounidense, Barack Obama, consideró que se había "cruzado la línea roja". Por cierto, la habían cruzado los propios Estados Unidos, que según reveló en mayo pasado el periodista y Premio Pulitzer, Seymour Hersch, mandaron gas sarín de Libia a Siria (¿quién estaba en 2013 en el equipo internacional de Obama? Guess what...).
Según Shoigu, la OTAN estuvo a punto de lanzarle a Siria unos 624 misiles de crucero, que habrían vuelto casi imposible que se recuperara del golpe la infraestructura siria. Moscú propuso una salida diplomática: que Siria se comprometiera a la entrega y destrucción de todas sus armas químicas, en gesto de buena voluntad. Por cierto, Vladimir Putin, presidente ruso, ha dicho que la base naval de Tartus que los rusos tienen en Siria no es imprescindible. Tal pareciera sobre todo que Rusia quiso evitar otra guerra más, de la "colección" que Washington ha ido creando desde el fin de la Guerra Fría. Entretanto, en este 2016, terroristas del Estado Islámico habrían usado armas químicas durante enfrentamientos armados en Alepo. En esta mismas ciudad, el Frente al Nusra, de los "moderados" apoyados por Estados Unidos, usó armas químicas contra un barrio kurdo. Lo que cuentan no son los hechos, sino nuestra capacidad de indignación, algo así como mirarnos a nosotros mismos en el terror de la indignación por lo que hace el gobierno sirio de al-Asad (podría ser cualquier otro, lo que importa, insistamos, es mirarnos, captar el momento de nuestra-más-profunda-indignación, probarnos con una selfie colectiva que algo nos queda de "humanitario" cuando vamos a lanzar 624 misiles de crucero). ¿Seguirán las provocaciones en Siria?
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