Quise mucho a mi padre aunque, en casa, era la clase de persona que, queriendo ganar a toda costa el partido, no entiende que después de dos tarjetas amarillas sigue una roja que no es precisamente una invitación a seguir en la cancha. Mi padre estuvo fauleando cerca de 18 años, acumuló tarjetas amarillas como si en el partido, además de a tiempos extras y penalties, tuviera derecho a cuantas repeticiones quisiera, y no entendió que terminara por ganarse la salida de la cancha por el camino de los vestidores y ni siquiera el de la banca a la que aspiraba para echarse unas cascaritas de segunda y tercera división con Isabel Bustos mientras, creía, lo volvían a llamar con si fuera el Chicharito del hogar. Todo esto es nada más una forma de decir: soy el hijo de un afamado sociólogo, Agustín Cueva, que desafortunadamente enfermó muy temprano, y de una enfermedad extremadamente dolorosa, que lo llevó a creerse Jorge Luis Borges entre varias horribles quimioterapias.
Cuando mi padre vivía, me permitió gozar de más de un privilegio, sobre todo desde que, para no andar de arrimado, escogí economía y no sociología. De todos modos la gente, en especial algunos profesores, sudamericanos en particular, como el boliviano Carlos F. Toranzo Roca, alias Turu Lenin (el "Lenin de barro"), aunque no fuera el único, mostraba un cariño por mi que me conmovía y del que, sin duda, no podían presumir otros. Yo era siempre, como ha escrito Guillermo Sheridan aunque a modo de queja sobre los que atacan al club "de Octavio Paz", la "prolongación de". Era como si yo tuviera un doble y cada quien tuviera que duplicarme la efusividad: -!Hoooola, Marcos! ¿Cómo está tu padre?. Nunca me atreví a ponerme en plan de empresario y contestar: "no está en México, pero nosotros te llamamos".
Me parecía simpatiquísima tanta cercanía conmigo. Andando el tiempo y como tenía que empezar a hacer algo por cuenta propia, gané un concurso de economía. Recuerdo que el director del lugar donde fui premiado, Fausto Burgueño Lomelí, me citó con la delicadeza que lo caracterizaba a su oficina al final de la ceremonia de premiación para felicitarme:
-Ayer estuve en una fiesta con tu padre, te felicito.
Yo no cabía en mí de alegría, porque tenía la impresión de que éramos los dos un equipo, un verdadero equipo, donde yo me llevaba las barridas y zancadillas y mi doble entraba de inmediato de aguador para que yo pudiera seguir jugando y recibiendo balones y patadas que de algún modo tenía que aprender a devolver, porque así es la escuela de la vida.
Cuando mi padre falleció, yo daba clases en la misma facultad que él, aclaro que en otra carrera, y debo dejar dicho también que seguí gozando del apoyo incondicional de colegas que, al toparse conmigo en alguna oficina o cubículo, me daban aliento y alegría sin dudarlo ni un instante:
-Sentí mucho lo de tu padre, solían repetirme.
En efecto, mi padre ya era algo más que ese doble que juguetonamente me había acompañado en mi entrada a las lides universitarias. Una noche, en una cena con colegas, la ilustre historiadora uruguaya Lucía Sala de Touron, en plena discusión política, me rebatió de la siguiente manera:
-!Pero Agustín, yo pienso que no es exactamente así!.
Ya no era ni mi sombra, algo más había pasado. A cierta edad, desgraciadamente, uno ya no está para canciones de Timbiriche, como esa que dice "Tu y yo somos uno mismo", aunque creo que muchos universitarios ilustres se la cantan a sus hijos desde la más temprana infancia. Más de uno, al crecer, termina en tragedia o en frivolidades. Yo no estuve lejos. Para empezar porque, cuando era pequeño, Vladimiro Rivas Iturralde, autor de Visita íntima (libro que promueve hasta en los estacionamientos de Comercial Mexicana, y además con esa cara de "tu: ¿vas al súper o a la Cómer?"), me llamaba con gran cariño "Agustín Tercero".
Era una noche como esas y sí, pensé en quitarme la vida. Algo me contuvo, la lógica pregunta sobre lo que vendría después de mí. Me sobresalté: pensé que al día siguiente correrían los murmullos por la universidad (¿supiste que se mató el hijo de Agustín?), algo que yo no quería porque estoy acostumbrado a cierta discreción, pero me horrorizó todavía más imaginarme a todos mis colegas reunidos en un Homenaje a Agustín Cueva por el primer fallecimiento de su hijo, y listos para repetirlo en cada aniversario luctuoso y en distintas universidades del mundo, compilando de remate las dos cartitas que en alguno de sus viajes me debe haber mandado mi padre cuando yo era niño (Agustín Cueva: cartas a su hijo, o Aires de Yahuarcocha. Cartas a Agustín Tercero)..
El asunto llegó a grados tan peligrosos que en una revista mexicana oficialista en la cual escribí firmé ya de plano como "Marcela Ramos". Igual lo hubiera hecho como "la Chiquis Lucero" o "Selene Sepúlveda".
Es gracias a las hazañas de Carol Murillo Ruiz, una manabita que se cree andina, y quien me fue recomendada por un pariente mío del Ecuador, Juan Martín Cueva Armijos, que descubrí hasta donde estaba deslizándose este asunto que, en el caso de mi madre, la había conducido, digamos que en vida, a verse convertida en sociedad en la esposa de, la ex de y en una equivocación de sepelio, en la viuda de, al menos para dos comadres de Quito que parecían confundir los países de Europa. Carol me dijo, palabras más palabras menos, que había llegado la hora de "revivir a Agustín Cueva", incluyendo su vida más personal y menos intelectual. Me pareció excelente, salvo por cierta forma de llevar las conversaciones y de armar el volumen y la antología, que hubiera podido lanzar a más de un curioso, si todavía quedaban, en busca de la tumba donde seguramente descansan los huesos del hijo de Agustín.
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jueves, 14 de abril de 2016
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